No soy precisamente el mayor defensor del capitalismo como sistema social, pero tengo que reconocer que sí tiene una máxima que me da cierto nivel de estabilidad y seguridad: todo tiene un precio. Una hogaza de pan cuesta seis dólares (sí, lo de tener panadero en casa cada vez nos sale más rentable), un viaje en metro cuesta tres con cuarenta y cinco dólares, un iPhone cuesta dos riñones… es una lógica que te permite planear tu vida, presupuestar gastos y caprichos, y que si tienes ansiedad te ahorra un montón de sufrimiento del no saber cuánto tienes que pagar. Y cuando no se cumple esta máxima, por ejemplo cuando un país entra en un periodo de hiperinflación, se va absolutamente todo a la porra en cuestión de una semana.
Incluso las cosas que no tienen un precio fijo suelen mantenerse dentro de unos márgenes aceptables. La merluza puede estar hoy un poco más barata que ayer, y los percebes un poco más por las nubes mañana que hoy, pero en general sabes lo que te espera cuando pides un kilo de merluza o un kilo de percebes. Hasta con la gasolina, que cambia de precio todos los días, sabes si llenar el depósito de tu coche te va a costar entorno a treinta dólares o en torno a sesenta.
Pero por alguna razón hay una cosa a la que no aplicamos esta lógica: los billetes de avión.
No voy a quejarme de cuánto a subido el precio del billete Toronto-Madrid, aunque no se me va de la cabeza que cuando vinimos aquí lo normal era pagar unos ochocientos dólares ida y vuelta y ahora que tenemos que pagar tres billetes no encuentras nada por menos de mil doscientos. Tampoco voy a quejarme de las trampas del precio final con las tasas que te clavan, o de que las tarifas básicas ahora no incluyan maleta en la bodega provocando estampidas y peleas para conseguir un huequito en el maletero de cabina porque la gente trata de colar lavadoras como equipaje de mano para ahorrarse el coste extra. Ni quiero entrar a hablar de la comida, porque con la comida que te dan pues hasta me parece mejor que se la ahorren (me parecería mejor que nos diesen a todos la comida que sirven en Primera Clase, claro).
A mí lo que realmente me molesta, y me sorprende que sea legal, es la volatilidad de los precios del billete de avión. Saber que la persona que tienes sentada al lado puede haber pagado lo mismo que tú, el doble o tres veces menos. Mirar el precio hoy y que la semana que viene pueda ser quinientos dólares más caro para el mismo vuelo el mismo día. Porque con estos cambios, comprar billetes de avión se convierte en una apuesta que parece que estás invirtiendo en Bitcoin: lo mismo sale bien, lo mismo al día siguiente te sientes que te han timado (con razón).
Si preguntas a una persona normal cómo calcularía el precio del billete, la respuesta es algo más o menos así:
«Llevar un avión de Toronto a Madrid me cuesta X en combustible, Y en sueldos de empleados, Z en lo que me cobran los aeropuertos, V en amortizar haber comprado un avión, y W en lo que sea que cuesta la publicidad y mantener la web para que la gente me compre los billetes a mí. En un avión me caben A personas en Primera, B personas en Economy Plus, y C personas en Economy. Asumiendo que lleno cada avión al 80%, tengo que cobrar esto por Economy, esto otro por Economy Plus, y la luna por Primera para sacar tal beneficio.»
Vamos, la misma matemática que hace la empresa que pone autobuses entre Villabollos del Rebuzno y Villarebuznos del Bollo, y que hace el panadero para ponerle precio a la barra de pan. En cambio las aerolíneas piensan de otra forma. Sí, tienen en cuenta sus gastos y por supuesto la demanda (es normal que cueste más viajar en Navidad, por ejemplo), pero claramente lo que sus algoritmos calculan es: ¿Cuánto está este pringao dispuesto a pagar hoy por este viaje?
Y así es como nos crujen, porque te entra miedo de que el precio se dispare si sigues esperando o simplemente te derrumbas ante la idea de pasar otras dos semanas pendiente de los precios cuando puedes dejarlo hecho hoy y ya no hay que pensar más. Ese es el trabajo frío e inhumano que hace el algoritmo.
Ojo, que es todavía peor cuando viajas por trabajo, y el algoritmo tiene sus fórmulas para saberlo. Porque ahí las aerolíneas además saben que tú no pagas de tu bolsillo, y que tu jefe no te va a decir que tienes que coger el vuelo de las cuatro de la mañana para ahorrar ciento cincuenta dólares (si tu jefe dice algo así, busca otro jefe). Así es como desde Toronto puedes pagar mil quinientos dólares para ir tres semanas de vacaciones a Japón pero mil doscientos para ir un martes a una reunión en Los Ángeles.
Me encantaría poder acabar esta entrada con un truco infalible para poder comprar siempre los billetes de avión más baratos, o con una respuesta definitiva de cuánto cuesta realmente llevar a una persona en avión del punto A al punto B. Pero me parece que la única opción 100% segura que se me ocurre para lidiar con esto es ganar la lotería.
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