El zoo del barrio

Uno de los regalos que más ilusión le han hecho al cachito-carne en sus cuatro añazos de vida es la subscripción al zoo. También es uno de los regalos que más nos han gustado al resto de la familia, y en realidad el motivo es el mismo: cada vez que nos hemos encontrado sin planes y una larga mañana de fin de semana por delante, nos hemos ido al zoo y hemos pasado un buen rato todos. Pero a veces me planteo si lo que tendríamos que hacer es poner un letrero en la puerta de casa y montar nuestro propio zoo, porque animales no nos faltan.

Tened en cuenta que esta entrada está escrita por un calcetín que nació y creció en el centro de Madrid en los años noventa, donde la vida salvaje se clasificaba en ardillas, gorriones, ratas o palomas (no de las blancas bonitas, sino del tipo «ratas aladas»). No había ni insectos, salvo moscas y algún mosquito que encontraba la forma de colarse en el cuarto de los cacho-abuelos en mitad de la noche y dar la brasa hasta que se llevaba un chancletazo. Un Madrid en el que cuando empezaron a pasar las ovejas una vez al año en la Fiesta de la Trasumancia flipábamos como si estuviésemos dentro de un documental. Vamos, un sitio muy distinto del Toronto actual en cuanto a zoología se refiere.

un mapache sobre una valla
La misma foto de hace seis años porque ya ni fotos les hacemos cuando les vemos

Ya he escrito todo lo escribible y contado todo lo contable sobre los mapaches, esos animales increíbles que recién llegado a Canadá te chiflan y según pasa el tiempo les cojes más y más tirria. Todavía les vemos de vez en cuando, pero en nuestro nuevo barrio parace que hay menos que en aquella casa, y los que hay prefieren visitar a los vecinos. No sé si es por que les gusta más su comida o porque las semanas que pasé después de mudarnos diseñando un posicionamiento estratégico de los cubos de basura para protegerlos han dado resultado, pero lo agradezco igualmente. Y, a lo que iba al ponerme a escribir esto, ahora tenemos muchos otros animales con los que entretenernos.

De los pájaros no voy a hablar porque soy muy jóven para aceptar cualquier interés por la ornitología, y eso que tengo un vídeo de una rapaz bastante grande comiéndose una alimaña en nuestro jardín. Así que empiezo por el más simpático: la marmota. Un animal que nos cae bien porque no tenemos huerta que nos destroce, y no tiene ningún peligro para los humanos porque sale corriendo en cuanto nos ve. Además, es suficientemente lenta para que nos dé tiempo a verla y decir «oh mira, la marmota» y que hasta el cachito-carne la vea. Tiene un agujero de su madriguera al fondo del jardín (muy bien colocado, donde no molesta), y no deja rastro alguno. Vamos, de los mejores vecinos que te puede tocar, y además es agradable a la vista… no como la zarigüeya.

Hasta venir a Toronto yo no había visto una zarigüeya más que en los dibujos. La primera vez que vi una fue yendo en bici a trabajar, en un tramo de camino que va al lado del río y está más separado de las casas. Me llevé un susto enorme como cualquier persona que ve a una zarigüeya, y como el que me sigo llevando cada vez que vemos a la zarigüeya del jardín, porque es un animal feo como pocos. Sería un insulto muy popular si no fuese porque tiene un nombre de ortografía difícil (cuatro silabas, z, diéresis e i griega todo en uno). Pero ojo, que para tener en el jardín es un animal estupendo: salvo por los sustos al verla no molesta ni hace ruido, y además se come a otros bichejos más pequeños y cansinos incluídos insectos y larvas. Una pena que la perra de los padres de la cacho-wife fuese más rápida que la zarigüeya una mañana…

Una zarigüeya en el jardín
Sí, la foto es malísima. Hasta a la cámara le dio un susto al ver a la zarigüeya.

Pasando a animales que mola menos tener cerca, tengo que admitir que hemos visto un par de ratas en el jardín. A su bola y sin causar problemas, pero desde hace dos años el cachito-carne dice de vez en cuando sin venir a cuento (que es como a él le gusta contar anécdotas) «un día había una rata y diste palmas y dijiste pst pst para que se fuera». Imagino que quien más quien menos ha visto una rata, sobre todo los que cogéis el metro, así que vamos a hablar de la mofeta que es más impresionante.

En general, es más normal oler una mofeta que verla. No porque se escondan, sino porque el olor de la mofeta puede viajar hasta dos kilómetros y medio (veinticinco campos de fútbol, para los españoles) y permanecer durante días y hasta semanas. Es decir, que para cuando hueles la mofeta lo mismo está ya en otro país. Lo difícil, y mucho más peligroso, es ver a la mofeta sin haberla olido. Porque sabes que está cargada, y porque no sabes si cuando ella te vea a tí va a pensar que eres más feo que una zarigüeya y dispararte del susto. Y eso sí que da miedo. Para que os hagáis una idea, una buena mañana de verano los vecinos decidieron abrir las ventanas de casa porque hacía muy bueno, y al rato pasó la mofeta por el jardín y le dió por hacer lo suyo. Bueno, pues los vecinos se pasaron el resto del fin de semana con los muebles fuera de casa, limpiando y poniendo lavadoras no para eliminar el olor (tardaron semanas) sino para conseguir llegar a un punto en el que el olor no fuese tan malo que no pudiesen estar dentro.

Una mofeta derca del coche
Aunque creas que te da tiempo a llegar al coche antes de que la mofeta te vea, mejor no arriesgar.

A la mofeta la hemos visto al menos tres veces. Una desde dentro de casa, mirando por la ventana y dando gracias porque se estaba yendo ella sola bien rápido. Otra vez una tarde que nos estábamos bebiendo una copa de vino tan a gusto en las escaleras viendo la puesta de sol y en la que Dios vino a vernos. No porque piense que Dios hace visitas en forma de mofeta, sino porque al ver al animal a medio metro de nuestros pies reaccionamos de la peor manera posible (susto, gritos, corriendo para dentro) y tuvimos la suerte de que no le diese por rociarnos. Y la tercera un día que mi cacho-carne iba a coger el coche y tuvo que esperarse un rato porque ahí estaba la mofeta, correteando alegremente por el jardín del vecino.

Y llegamos al último animal, recién llegado al barrio y acaparando toda la atención del grrupo de Facebook del vecindario: coyotes. Un zorro del tamaño de un perro y con la mala leche de un lobo, más o menos. Por lo general se ocupan de sus cosas (por ejemplo, comerse alguno de los otros animales del barrio), pero es de esos bichos con los que hay que tener cuidado porque pueden ser muy agresivos. Con un cacho-carne adulto no se van a meter, pero sí hay que tener un poco de cuidado con niños y perros. La recomendación si te das de bruces con un coyote es: hazte grande y haz ruido para dar miedo, no eches a correr y vete alejando sin darles la espalda. Lo mismo que si te encuentras con un oso, pero con muchas más probabilidades de éxito.

Imagino que lo próximo será un alce, que para algo estamos en Canadá.


Comentarios

8 respuestas a «El zoo del barrio»

  1. Realmente, Toronto es una ciudad sorprendente.

    1. Y con muchas razones para venir a visitar… guiño guiño

  2. Avatar de Pah-put-xee

    Un gusto leer de nuevo tus ironías y sarcasmos

    1. Gracias – y sin errores de ortografía ni nada, ¿no?

      1. Avatar de Pah-put-xee

        ¡Hombre, te has tomado 9 meses para escribir y revisar!

  3. Avatar de Belén Bailo
    Belén Bailo

    Qué alegría! Se te echaba en falta. Quizá es que ya no escribes con la asiduidad que los hacías o que por la razón que sea no recibo tus correos.
    Retratas Toronto muy bien. Tal cual. Para los que vivimos aquí y para los que no.

    Gracias por estos raticos tan agradables, suerte y sigue escribiendo. Lo sabes hacer.

    Belén

    1. Gracias, Belén. Comentarios así animan mucho.

      Tu correo funciona perfectamente, es que últimamente tengo menos ideas y me cuesta más encontrar tiempo para escribir… pero yo también lo hecho de menos. A ver si consigo volver a coger ritmo.

      PS si nos ponemos técnicos ahora escribo sobre East York, pero vamos, votamos por el mismo alcalde 😛

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