Quebec City es uno de los principales destinos turísticos de Canadá. Para entender su éxito hay que adentrarse un poco en la psique americana, y más concretamente en su relación de amor y odio con todo lo que huela a francés. Porque siempre se están metiendo con Francia, pero les encanta todo lo gabacho. Hasta el punto de que a las patatas fritas, una de las cosas más amadas por todo ser humano, las llaman frites (el término francés) o, para que no se pierda nada en la pronunciación, directamente french fries (excepto por un corto periodo de tiempo de ida de olla descomunal cuando las llamaron freedom fries porque Francia quería hacer el amor y no la guerra). Volviendo a Quebec City, a los americanos les gusta porque tiene un je ne sais quoi muy europeo.
Y lo cierto es que la ciudad mola un taco, sea por el je ne sais quoi muy europeo o simplemente porque, como decimos los europeos, mola un taco. No es sólo el pedazo de festival de Carnaval de Quebec City, que es de lo mejor que pasa en este país durante todo el Invierno Canadiense™, es también la arquitectura, la muralla, la historia de la ciudad, y sobre todo el saber apreciar las cosas buenas de la vida. Quebec City es una ciudad bonita donde se come estupendamente, se bebe abundantemente y uno se divierte fácilmente. Y el único inconveniente es que pilla un poco a trasmano. No muy lejos para las distancias de Canadá, pero sí lo suficiente como para que no cuele en un «y ya que estamos podemos parar en Quebec City». Hay que ir a propósito.
Por eso nosotros sólo hemos estado dos veces, una para el carnaval y otra, un par de años antes, cuando los padres de mi cacho-carne vinieron a pasar un verano y había que impresionarles.
Como pasa con tantas otras ciudades en pleno siglo XXI, la parte más chula de Quebec City es el casco antíguo, que para mayor diversión está dividido entre la parte de de arriba (donde están el Château Frontenac, la ciudadela y demás) y la parte de abajo (donde están el puerto y la estación de tren). Así que nos buscamos un AirBnB para montar nuestra base de operaciones en la parte de abajo, y tuvimos la suerte de que justo al lado hubiese una microcervecería (La Barberie) que es desde entonces una de mis favoritas de todas las microcervecerías canadienses que hemos probado (hay cinco a tiro de piedra de nuestra casa, así que hemos probado bastantes). Si pasáis por allí, aparte de la cerveza, pedid los pretzels con mostaza a la cerveza que es donde de verdad te enganchan.
Aparte de beber cerveza, como buenos turistas también nos pateamos la ciudad de abajo a arriba. No nos la pateamos «de arriba a abajo», como es más habitual, porque en medio de la ciudad hay un teleférico que une los dos barrios y lo cogimos para volver, porque si hay un teleférico en medio de la ciudad se tiene que coger y porque la rodilla del padre de mi cacho-carne ya ha bajado muchos montes. También comimos crêpes, entramos al Château a cotillear cómo vive la gente con mucho dinero (spoiler alert: muy bien), y disfrutamos de la vida parando a comer y beber cuando nos apetecía, que fue más o menos cada dos horas. Para rematar, cogimos el ferry sobre el río San Lorenzo al anochecer para ver la foto perfecta de la ciudad.
Entre los paseos también pasamos un rato por los Plaines d’Abraham. Es un parque muy chulo que han puesto en la mesetilla donde hace 260 años el ejército inglés se ventiló al ejército francés en una batalla de unos treinta minutos (es lo que ha puesto alguien en la Wikipedia, te lo puedes creer o no) y que fue clave para que Inglaterra se quedase con todo Canadá (en eso está todo el mundo de acuerdo) y por tanto que mi cacho-carne tuviese que jurar lealtad a la Reina Isabel II para hacerse canadiense. Para los padres de mi cacho-carne, el parque de los Plaines d’Abraham será para siempre recordado como el sitio en el que nos cayó una tromba de agua inmensa pero ellos iban tan panchos con sus ponchos de las Cataratas del Niágara.
Eso, y visitar un par más de restaurantes muy buenos, es lo que hicimos dentro de Quebec City. Pero en los alrededores de la ciudad hay otro par de cosas que merecen mucho la pena, y que ya que teníamos un coche alquilado fuimos a visitar: las cataratas de Montmorency y la Isla de Orleans.
Las cataratas de Montmorency están muy chulas. No pueden competir con las del Niágara en cuanto a tamaño y volumen, pero siguen siendo muy espectaculares. La caída de agua es unos treinta metros más alta que en Niágara, y están más encajonadas en la montaña. Como son más estrechas y entre montañas, han puesto un puente sobre la parte más alta que es de los que hace que se te pongan los pelos de punta cuando ves a niños corriendo o a gente haciendo poses para una selfie. Y para los más aventureros, si las cataratas del Niágara tienen la opción de andar por detrás de la caída de agua, aquí lo que han puesto es una tirolina para cruzar de un lado a otro. Pero la mayor ventaja con Niágara es que alrededor de las cataratas tienes un mundo normal, con un montón de naturaleza preciosa, en vez de Las Vegas para niños de ocho años.
Por su parte, la Isla de Orleans es sobre todo un sitio cuco con casitas y vistas estupendas (a las cataratas de Montmorency, entre otras cosas). Además hay al menos un restaurante muy bueno para comer al que nos llevaron los padres de la cacho-novia. Y si la provincia de Quebec en general es famosa por las microcervecerías, en este isla lo que hay es una cantidad inconcebible de bodegas y viñedos pequeñitos que hacen sidras, vinos (algunos blancos bastante decentes) y vinos de hielo. Pero ojo, que cuando digo pequeñitos quiero decir que uno de los que vistamos era el sótano de una señora que hacía sidras con lo que le crecía en el jardín.
En resumen, Quebec City en verano es un sitio muy chulo y muy distinto de Montreal, Toronto u Ottawa; así que merece mucho la pena meterlo en el plan del viaje. Lo más cansino es la gente que te dice que tienes que ir a verlo porque es muy europeo, y tú piensas «pero que yo Europa la tengo muy vista, que yo he venido a ver Norteamérica». Pero sí es verdad que cuando lo ves te sientes más como en casa.
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