En una de mis primeras visitas a un supermercado canadiense, descubrimos un fallo lamentable en mi integración en Norteamérica: nunca jamás en mi vida había comido “Kraft food”. Deseoso como soy siempre de probar nuevas cosas y de informar a la comunidad calcetinística de todo cuanto me es posible sobre la raza humana, decidimos poner solución al problema lo antes posible, así que compramos una caja de macarrones con queso.
Cuando alguien dice que va a hacerse una “Kraft dinner” significa que va a comer, pero que no tiene tiempo, ganas, dinero, respeto por sí mismo o interés por su salud como para comer algo decente, así que prefiere comer macarrones con queso. De hecho, es algo a lo que los niños norteamericanos están la mar de acostumbrados, y no todos ellos acaban siendo gordos y/o tontos. Eso sí, la salud mental (y probablemente física) de mi anfitriona hizo que compráramos los de la marca “buena”, que en vez de naranjas (digo yo que será que el queso es cheddar) son blancos. Y la caja para cenar dos cuesta ochenta centavos en lugar de sesenta, así que se puede decir que somos unos potentados.
Sí, el concepto suena muy bien, pero cuando preparas la cena en sí misma te das cuenta de que la mayor parte de los nutricionista no la aconsejan. Aquí tenéis el proceso entero, pero para que no os de miedo llegar al final tened en cuenta que yo estoy vivo y escribiendo el día siguiente de haberme enfrentado a ello.
1 – Coges la caja, y descubres que dentro vienen los macarrones normales y corrientes y un paquetito blanco. No sin cierto reparo deduces que si dentro de la caja hay “macarrones con queso” y ya tienes los macarrones, lo que hay dentro del sobre debe ser el queso. Intentando alejar las preocupaciones, empiezas por cocer la pasta.
2 – Como no tienes nada mejor que hacer mientras esperas a que la pasta esté lista, abres el sobre blanco, esperando que el olor a queso que salga de ahí dentro te quite los miedos. En vez de eso, descubres que el “queso” es una especie de harina blanca bastante insípida. El caso es que la pasta ya está lista, así que la escurres y continúas con la receta.
3 – Echas el “queso” en la pasta y añades leche, pero tiene sentido porque de alguna forma habrá que diluir todo ese polvo blanco. Pero…. Dios Santo, también añades una media tonelada de mantequilla. Obviamente eso va a ser mucha mantequilla, pero hay que seguir la receta. Lo dejas en el fuego mientras remueves hasta que la mantequilla se funde y se mezcla con la leche y el “queso”.
4 – Lo pones todo en un bol (no, no pongas platos. Si vas a tomar “kraft dinner” no puedes usar un plato). Rezas, y lo pruebas.
El primer bocado me supo netamente a mantequilla. Entonces mi anfitriona dijo que ella necesitaba ponerle algo para que a) le diera sabor y b) le pareciese menos nocivo, así que hicimos unos dados de tomate y los añadimos. Entonces la cosa sabía a tomate con mantequilla. ¿Mi conclusión? O pusimos demasiada mantequilla o la receta está pensada para que todo dependa de tu mantequilla.
Pero tengo que reconocer que no me desagradó del todo. Quizá pensaba que una cena completa por menos de dos dólares en uno de los países más desarrollados del mundo tenía por fuerza que saber mucho peor, o provocar un agujero en el estómago de manera mucho más rápida, o causar obesidad mórbida en una noche. No es que sea mi plato favorito, pero tampoco es algo que no vaya a repetir nunca. Y De hecho quiero probar la versión barata, con su color asustantemente naranja (el producto original de la marca Kraft que da nombre al plato), o probar a meterle kétchup a la mezcla y ver cómo reacciona mi cuerpo.
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