Uno de los mejores inventos de la historia para quienes tenemos que viajar por trabajo son los programas de lealtad de las aerolíneas, porque el vuelo obviamente lo paga la empresa pero los puntos te los quedas tú. Poco a poco los puntos van sumando y, si tienes suerte, un día tienes suficientes para un viajecillo corto, un upgrade para volar en «premium economy», o incluso un viaje a Italia para dos personas. Ya, ya, esto último yo tampoco me lo creería si no lo acabásemos de vivir.
Gracias al trabajo, la cacho-wife tenía una barbaridad de puntos que iban a caducar. Lo responsable hubiera sido inventarse un viajecillo familiar, pero como los puntos eran con KLM-AirFrance la cacho-wife sugirió que carpe-diem y que si encontrábamos a alguien para que cuidase del cachito-carne, tenía suficientes puntos para hacernos una escapada a Europa. Ni mi cacho-carne ni yo pusimos ningún pero al plan, y el cachito-carne los iba a poner hasta que se enteró de que eso significaba una semana con grand-maman y grand-papa y se quedó encantado. Así que a Italia que nos fuimos.

¿La gran ventaja de ir solos? Algo que sólo aprecias después de haber tenido que organizar vacaciones con niños de cuya supervivencia y entretenimiento eres responsable: la planificación es mucho más fácil. Porque los adultos tenemos necesidades, sí, pero hay menos preocupación por los horarios de comida, siesta y baño; menos cálculos mentales de cuánto es mucho andar, o cuántas ruinas romanas son muchas ruinas romanas si la otra opción es un columpio en un parque; menos pensar si es peligroso pasar delante de cien heladerías al día, o de si comerse seis helados en una tarde es dar mal ejemplo. Ojo, que eso no significa que se pueda ir a lo loco porque hay que sacarle el máximo partido al viaje, así que como siempre la cacho-wife se convirtió en agencia de viajes y planificó una semana estupendísima para disfrutar de lo mejor de la Bella Italia en siete días: dos ciudades, un viaje en tren, la cantidad justa de ruinas y muchas más comidas al día de las que recomienda la OMS.
Roma
Empezamos el viaje en Roma, que merece toda la fama que tiene y todo el turismo que recibe porque hay pocos lugares en el mundo donde cada veinte pasos te des de bruces con un monumento Patrimonio de la Humanidad. Si miras el mapa del metro de Roma hay un agujero en el centro, y es porque cada vez que meten la pala para excavar dan con algo de valor incalculable. Nosotros mismos una noche estábamos andando hacia un restaurante, nos paramos en una plaza que tenía unas ruinas ahí al aire libre como si fuesen bancos para sentarse, y al leer los carteles para pasar el rato… ¡toma! es ahí justo donde asesinaron a Julio César.
Aprovechando la libertad de horarios de ir sólos no queríamos tener cada día planificado, pero claro, tanto turista también significa que algunos monumentos si no reservas la visita te quedas sin verlos. Así que para alcanzar el equilibrio perfecto nos sentamos un día a decidir qué era lo que de verdad no nos podíamos perder y lo reservamos: El Coliseo. Además la misma entrada te da acceso al Foro Romano y al Palatino, y las tres cosas están todas juntas y al lado del Circo Máximo, la Domus Tiberiana, y el Arco de Constantino. Vamos, que si quieres ir con calma por dieciocho euros tienes el fin de semana hecho y más historia de las que has estudiado en diez años. Recomendación importante: comprar las entradas en la web oficial, que hay mucho listo en internet.

Es difícil pensar en el circo romano y no venirse arriba imaginando a los gladiadores matándose entre ellos o intentando que no se los comiese un oso, pero en realidad el Coliseo es el equivalente a un estadio de deportes de hoy en día. Con capacidad para 50,000 o 70,000 personas (el número varía según la guía que leas), tenía palco presidencial, tribunas cerca de la acción para los ricos y gallinero en los asientos de arriba para la plebe, vendedores de comida y bebida paseando por las gradas… quedan hasta grafitis tallados en las paredes, igual que en los estadios de ahora. Vamos que tenían todo inventado, y hay hasta un par de cosas que hemos perdido y podríamos recuperar:
- El Coliseo estaba diseñado para que las 50,000 (o 70,000) personas pudieran salir en quince minutos. Buena suerte desalojando un ascensor en ese tiempo ahora.
- Sí, los pobres tenían que sentarse arriba del todo más lejos… ¡pero no tenían que pagar entrada! Cuando había un evento era porque algún ricachón lo pagaba todo. ¿Que era una forma de distraer a la gente de sus penurías y evitar un motín? Sí, pero eso es igual que ahora. La diferencia es que nosotros tenemos que rascarnos el bolsillo y pagar hasta las tasas de Ticketmaster y mira, personalmente me parece mejor plan que Florentino y compañía se rasquen el bolsillo para tenernos tranquilitos.
Por supuesto el Coliseo es además una obra impresionante de ingeniería, tanto por el tamaño y obvia solidez del graderío (que ahí sigue) como por los entresijos del bajo suelo donde una purrela de gente y animales esperaban su turno entre los ascensores y trampillas para saltar a la arena a darlo todo. Y además iban poniendo decorados y cosas porque el espectáculo era total, y se trataba de enseñar poderío: si acababan de ganar una batalla en África tenía que haber leones y pirámides y palmeras para contar toda la historia.
Me estoy embalando con el Coliseo así que voy a parar, pero antes tengo que contaros una historia de su inauguración. La obra la empezó el emperador Vespasiano, pero no llegó a verlo terminado. Ni siquiera lo inauguró, cosa que un buen alcalde del siglo XX habría hecho al menos tres veces de tener la oportunidad. Cuando ya con su hijo Tito terminaron las obras en el 80 de la Era Común, organizaron una fiesta que ríete tú de San Fermín, Koninginnedag, la Superbowl y las Olimpiadas: cien días seguidos de juegos con gladiadores y animales peleando sin parar. Repasando el resultado, se calcula que de media se produjo una muerte cada cinco minutos, y se sabe que el olor era tan fuerte que tuvieron que ir perfumando el aire para hacerlo respirable. Eso es una inauguración y no cortar un trocito de tela por muy grandes que sean las tijeras.
Después de ver el Coliseo cruzamos la plaza para irnos directamente al Foro Romano, que tiene varios edificios. Igual que para el Coliseo, nosotros íbamos escuchando una audiguía, que ayuda mucho a darle color a las ruinas. Y eso en el Foro Romano es importante, porque el Coliseo mola mucho y ya has visto Gladiator para hacerte una idea, pero aquí sí te puedes saturar un poco de tanta piedra si no te van contando qué es cada cosa: cinco o seis basílicas (una de ellas, la de Majencio y Constantino, gigantesca), varios arcos del triunfo de emperadores, la Curia, templos, casas, tribunas…

Además de ruinas, la otra cosa que es imposible no ver estando en Roma es iglesias, porque tienen más que paradas de autobús. No puedes evitar el contexto religioso, pero la verdad es que entre todas las catedrales, basílicas, capillas, iglesias, mausoleos, criptas y demás hay muchas que merece la pena visitar y quedarse ojiplático con la arquitectura, el arte, y la opulencia generalizada (porque se hace un poco raro hablar de humildad y votos de pobreza cuando entras a un edificio enorme con oro por todas partes porque sabes que dentro puedes ver un cuadro de valor literalmente incalculable). Y también está el Vaticano, claro, aunque en este viaje nos limitamos a entrar en el país y hacer uso del baño público por una mezcla de falta de fervor religioso y poca gana de hacer horas de cola para estar como sardinas en lata.
Donde sí hicimos una buena cola fue en la Colina del Aventino. En las guías aparece como una atracción turística desconocida, pero debemos de leer todos las mismas guías, porque fue más de media hora de esperar. ¿De esperar para qué? Pues para mirar por el agujero de la cerradura de la puerta de la Villa Magistral de la Soberana Orden de Malta, que no tiene que ver con Malta pero funciona como país soberano y entonces cuando miras por el agujero de la cerradura ves a través de tres páises (Soberana Orden de Malta, Italia y Vaticano) y te queda la Basílica de San Pedro perfectamente encuadrada para una foto preciosa que hace absolutamente todo el mundo. Pero la vista mola y yo haría la cola otra vez porque además hay que aprovechar las cosas que son gratis.
Hablando de colas, precisamente en Roma vimos la más absurda de todas ellas, y mira que he estado en muchos aeropuertos. Casi todas las iglesias de postín tienen los techos pintados y decorados que da gusto verlos (muy recomendables los de San Carlino y Santa María sobre Minerva, por ejemplo), así que siempre hay que mirar hacia arriba y hacer la foto de rigor. Bueno pues en la iglesia de San Ignacio de Loyola, que es verdad que tiene un techo espectacular, han puesto un espejo para que puedas mirar hacia abajo en vez de hacia arriba, y puedas hacer cómodamente una foto (hacia abajo) en la que sales tú con el techo de fondo. Una tontada, ¿verdad? Pues la cola para el espejo llegaba hasta fuera de la iglesia. ¿El toque de genio malévolo? Al lado del espejo hay una máquina de monedas para encender las luces del techo y que la selfie te quede fetén para el Instagram…. y por lo que vimos debe recaudar al menos un par de miles de euros a la semana.
Para terminar con Roma, aparte de ruinas e iglesias también hicimos tiempo para ver un museo: la Galería Borghese. Y merece muchísimo la pena, porque no me explico cómo es posible que yo sea incapaz de hacer un monigote con plastilina mientras Bernini era capaz de esculpir en piedra cada detalle de cada músculo y cada pelo del cuerpo humano… echádle un ojo a Apolo y Dafne, o su David, y flipad con lo que la humanidad era capaz de hacer antes de inventar ChatGPT. En la Galería hay otro montón de cosas chulas que ver, pero no es como el Museo del Prado o el Louvre que sabes que para verlo todo necesitarías una semana, así que te vas muy satisfecho.
Florencia
Desde Roma, Florencia está a sólo hora y media en tren de alta velocidad. La cacho-wife había encontrado además un bed and breakfast (de los de antes, sin Air delante) que está en el sitio ideal para llegar en un viaje corto de autobús desde la estación del tren e ir andando a todas las cosas que mola visitar de Florencia, y además te traen el desayuno a tu cuarto y tienen en la cocina un vino y un par de cosas de picar siempre disponibles. Para quedarse a vivir.

El restaurante de darnos un gustazo que escogió la cacho-wife para este viaje es Armando al Pantheon. Las vistas ya os las podéis imaginar porque está como a veinte pasos del Panteón así que si comes en la terraza está justificado matar para estar en el lado de la mesa con vista directa. La comida, clásica romana (no podía ser de otra manera con esas vistas) fue estupenda, y el remate perfecto fue el café. Mi cacho-carne no pudo resistirse a pedir uno porque venía servido en unas tazas de espresso con sombrerito, pero la sorpresa fue que trajeron el mejor descafeinado que hemos probado nunca hasta el punto de que preguntamos de dónde venía, nos dijeron que de una fábrica a la vuelta de la esquina y fuimos allí inmediatamente a comprar un par de bolsas para llevarnos a Toronto.
Después del empacho de ruinas e historia de Roma, en Florencia nos tomamos las cosas con más calma. El plato fuerte fue la Galería Uffizi, que como la Galería Borghese, es de esos museos que dejan huella. Claro, es difícil no dejar huella cuando tienes obras de Rafael, Miguel Ángel y Leonardo. De Donatello no tienen nada, pero reconociendo que estaba mal no tener a todas las Tortugas Ninja le han puesto una estatua en el patio. Como el museo está organizado cronológicamente, puedes ver cómo evolucionó el arte a través de los años del Renacimiento. Sobre todo puedes ver como durante siglos los artistas fueron intentando dibujar en perspectiva hasta que llegó Leonardo Da Vinci y dijo «se hace así». Lo malo es que las primeras salas (los primeros años) saturan un poco porque había poca costumbre de tener ideas y todo lo que pintaban era Madonna con Bambino. Pero eso, muy buena visita.
El centro histórico de Florencia es del tamaño perfecto para estar paseando un par de días y verlo todo sin repetir mucho. Igual que Roma, Florencia tiene iglesias en cada esquina, con dos que destacan sobre las demás: la Catedral de Santa María del Fiore (alias «el Duomo»), de la que no puedo decir mucho porque estaba cerrada cuando fuimos pero que por fuera mola un tacorro; y la Basílica de la Santa Cruz, que más que por la iglesia en sí (no destaca después de ver todas las demás) es famosa porque allí están enterrados Galileo, Miguel Ángel y Maquiavelo…. ahí es nada.
Pero claro, no se puede hablar de pasear por Florencia sin hablar del Ponte Vecchio, que tiene mucha historia. Parece que hace más de mil años que se puede cruzar el río Arno justo por ahí, y aunque el puente actual lleva ahí «sólo» desde el año 1350 es el más viejo de la ciudad (de ahí el nombre «Vecchio»). Es también uno de los pocos ejemplos que quedan de puentes habitados, aunque ya no viva nadie ahí porque son todo tiendas. Y lo de las tiendas tampoco es nuevo, que en seguida se les ocurrió a los que vivían allí que como pasaba tanta gente era buen sitio para el comercio.
Hacia el siglo XVI casi todas las tiendas del puente eran carnicerías, y como todavía no tenían neveras, envasado al vacío ni tiras para que las moscas se queden pegadas, eso en verano con el calor y la humedad del río olía cosa fina. No lo digo yo, lo decían los Medici que para ir a trabajar tenían que cruzar el puente. Aunque ya se habían construído un segundo piso para pasar sin mezclarse con la gente, decidieron que no aguantaban más el olor y se sacaron de la manga un decreto por el que las tiendas tenían que pasar del gremio de carniceros al de joyeros, que era mucho más agradable para enseñárselo a las visitas. La otra cosa chula de las tiendas del Ponte Vecchio es que los comerciantes exponían la mercancia en bancos de madera, y cuando no pagaban sus deudas recibían la visita del recaudador que les rompía el banco para que no pudiesen seguir comerciando, poniéndoles en una situación de «banco-roto» que nos ha dado la palabra de «bancarota» en español y «bankrupt» en inglés. Esto no me lo esperaba yo de visitar un puente.
Y para terminar de ver Florencia hay que subirse a la Plaza de Miguel Ángel. No os dejéis engañar por el nombre porque no la diseñó él, se trata de una obra que encargó la ciudad como homenaje al genio al que podías pedirle lo mismo que te pintase los techos (de la Capilla Sixtina) o una esculturilla para decorar el jardín (el David) y te hacía una obra maestra del copón. La plaza en sí está bonita, pero eso, la gracia que tiene es que desde allí puedes ver toda Florencia con la parte antígua en primer plano. Foto típica que merece la pena.
La comida del viaje
Lo que no he explicado todavía es por qué decidimos ir a Italia y no a otro lado. Y aunque en las dos mil setecientas palabras que ya lleva esta entrada hay justificación más que de sobra, la realidad es que la decisión se basó en tres factores: vuelo directo desde Toronto, clima agradable en Noviembre, y sobre todo una gastronomía con la que no te puedes equivocar. Pasta hecha de diez mil maneras distintas, pizza, risotto, helado, café, vino, aceite de oliva, trufas (y otras setas), chocolate, quesos, salumerías… hasta la casquería es una delicatessen.
Ya he dicho que en Italia puedes pasar delante de cien heladerías cada cinco minutos, así que no voy a negar que paramos en unas cuantas y estaban todas estupendas. El helado más «diferente» fue el de Gellateria Della Passera en Florencia, que tiene sabores de temporada y puedo decir que el de mandarina es increíble así que en verano debe ser un lujo pasar por allí (porque todo el mundo sabe que las frutas del verano son muy superiores a las del resto del año). La otra cosa que puedes comer en Roma todos los días y no cansarte es spaguettis caccio e peppe, una de las prepaciones más simples y tradicionales pero que bien hecha es prácticamente imbatible, al mismo nivel que una carbonara perfecta como la que se comió la cacho-wife en Piatto Romano.

Pizza, obviamente, también comimos más de una. Y nos comimos un par de charlas sobre las diferencias entre la pizza de una región y la de otra, porque no le vas a pedir a un pizzaiolo romano que te prepare una vera pizza napolitana, por favor, qué falta de respeto estos turistas. A la Pizzería Ostiense de Roma fuimos dos veces, y eso que como es muy popular tuvimos que esperar como hora y media hasta tener mesa (una de las cosas que no podríamos haber hecho con el cachito-carne) para luego ventilarnos la pizza en menos de quince minutos porque estaba estupenda y porque en hora y media te da tiempo a hacer mucha hambre.
Y también tengo que hablar de las salumerías. Porque como español claro, mi instinto es esconder que me comí encantado todo el prosciutto que me pusieron por delante. Pero como canadiense puedo decir que no sólo tienen unos fiambres muy ricos, sino que además lo tienen muy bien montado. Porque lo que muchas de estas charcuterías han hecho es conseguirse una licencia para tener un par de mesas y servir también vino, con lo que es el sitio perfecto para pararse a tomar un aperitivillo. Y qué quesos también, y qué rico el aceite de oliva (no sólo el español que revenden, también el 100% italiano está estupendo). En particular me gustaron mucho la salumería Volpetti, donde además vimos llegar al vendedor de trufas con su tupper lleno de lo que acababa de traer del bosque que en cuanto lo abrió se llenó todo el local de un olor estupendo; y la quesería Forme donde fueron súper majos y donde probé el mejor aceite de todo el viaje.
Para este viaje hemos encontrado unas audio guías gratis muy majas y muy recomendables: Rick Steve’s Europe. No sé si son las mejores, pero a nosotros nos han venido muy bien para sacarle más partido a las visitas a los museos y monumentos, y también para pasear por las ciudades.
Pero lo más impresionante, por lo fuera de lo común, es la casquería. Sé que en España hay cascería en todos los mercados tradicionales, y tenemos platos como los callos, la morcilla y alguna otra cosa que encuentras a menudo en restaurantes sin que nadie levante una ceja. La diferencia es que en Roma parece que casi todos los restaurantes tienen varios platos de casquería en el menú y mucho orgullo de servirlos como parte de la cocina local tradicional. Por ejemplo, en el primer restaurante en el que comimos (Hosteria Grappolo d’oro) preguntamos qué era la coratella y el camarero empezó a tocarse partes del cuerpo diciendo nombres de órganos (corazón, hígado, riñones, tráquea) y explicar cómo los cocinaban con el mismo entusiasmo con el que el cachito-carne habla de montar un Lego. Obviamente la pedimos, y estaba estupenda. Como también lo estaba el bocata de callos de un food truck que nos comimos en Florencia.

El restaurante de darnos un gustazo que escogió la cacho-wife para este viaje es Armando al Pantheon. Las vistas ya os las podéis imaginar porque está como a veinte pasos del Panteón así que si comes en la terraza está justificado matar para estar en el lado de la mesa con vista directa. La comida, clásica romana (no podía ser de otra manera con esas vistas) fue estupenda, y el remate perfecto fue el café. Mi cacho-carne no pudo resistirse a pedir uno porque venía servido en unas tazas de espresso con sombrerito, pero la sorpresa fue que trajeron el mejor descafeinado que hemos probado nunca hasta el punto de que preguntamos de dónde venía, nos dijeron que de una fábrica a la vuelta de la esquina y fuimos allí inmediatamente a comprar un par de bolsas para llevarnos a Toronto.
Y ahora sí, creo que os lo he contado todo. Espero que esto de las escapaditas se convierta en tradición.
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