Si ves películas de ciencia ficción ya te habrás dado cuenta de que, según los expertos de Holliwood en geopolítica universal, la capital del planeta es Washington DC. Da igual que los protagonistas de la peli vivan en otro sitio, o que la historia se centre en destruir cualquier otra ciudad o país: a la hora de tomar decisiones a lo grande siempre aparece la Casa Blanca y el que vende el pescado negocia por nuestras vidas es el POTUS. Por eso en mi misión calcetinística de conquistar el mundo había que pasar por allí, y ya puedo decir que veni, vidi y vinci.
Pero ojo, que no fuimos hasta allí para conquistar nada. Fuimos porque era el cumpleaños de la cacho-wife y después de dos años de pandemia y tres de maternidad hacía falta una buena escapada de fin de semana. Y bueno, un poco también porque estaba pendiente compensar el súper viaje a Chicago de aquel cumpleaños de mi cacho-carne. De hecho pensamos en volver a Chicago directamente, pero al final ganó Washington DC. ¿Por ver la Casa Blanca? No. ¿Por los museos increíbles y gratis? Tampoco. ¿Por la comida? Bingo, pero más concretamente por la comida de José Andrés.
Porque por si alguien no lo sabe, la comida es una característica existencial de la cacho-wife de la que los que estamos a su alrededor disfrutamos considerablemente, ya sea porque nos cocina cosas estupendas o porque nos lleva a comer a sitios increíbles, que pueden ser bares cutres dentro de un mercado o restaurantes con estrella Michelín bien merecida. Y resulta que José Andrés, uno de los chefs más conocidos y con mayor reconocimiento del mundo, que además es español (y eso, a estas alturas, está claro que a la cacho-wife le tira), y que además hace cosas chulísimas para hacer el mundo mejor como World Central Kitchen, pues tiene una purrela de restaurantes en el DC.
Vamos, que lo raro es que no hayamos hecho este viaje antes, o un par de veces al año.
El vuelo desde Toronto es corto y bastante asequible (para lo que cuestan los vuelos cortos aquí, muy lejos de lo que puedes encontrar en Europa), y además uno de los aeropuertos de Washington tiene estación de metro con lo que en un periquete llegas al centro. No hagáis como mi cacho-carne, que compró los billetes para el aeropuerto que está a 30 minutos en taxi, que luego cancelarlos y comprar otros es un rollo. Lo del hotel está más complicado porque es una ciudad tirando a cara, y en seguida se pone el fin de semana en mil dolarazos americanos que por muy bonito que sea el estampado del papel de las paredes es un pastón para tener una cama tres noches. Tras mucho buscar, encontramos este hotel y nos gustó: precio decente, bien comunicado, habitación cómoda, y personal majísimo.
Pero vamos al lío.
El D.C. Monumental
Nuestro objetivo para el fin de semana era ponernos las botas, pero no se puede ir a una ciudad así y no aprovechar que tienes toda es cultura al alcance de la mano.
La parada más obvia: la Casa Blanca. No creo que tenga que explicar mucho sobre el asunto y por qué había que ir a hacerse la foto. Pero una vez vista, como dice la cacho-wife es una casa blanca y dentro vive gente que trabaja desde casa, no hay mucho más y en 5 minutos puedes ir a hacer otra cosa.
Como decía antes, los museos de Washington son todos gratis. Para algunos tienes que reservar hora, no sé si es consecuencia de la covid o simplemente que como es gratis tienen que controlar a las masas que quieren ir de museos. En cualquier caso planeando con un par de días no es difícil hacerse con las entradas.
Además de los museos, cada tres pasos que das por la ciudad te das de bruces con un edificio o sitio importante que has visto en mil películas. Así de memoria sin mirar una lista: la Casa Blanca, el Capitolio, el Cuartel General del FBI, el teatro en el que dispararon a Lincoln, el Obelisco, el Smithsonian, la Biblioteca del Congreso, el Pentágono, el cementario de Arlington y el Tribunal Supremo. Que no tienen la estatua de Michael Jordan como Chicago, pero no van mal surtidos… y de todas formas, como bien le explicamos a la cacho-wife en cuanto hubo oportunidad de sacar el tema, Jordan jugó en los Washington Wizards un par de años, así que lo tienen todo.
Empezamos con un paseo el primer día que nos llevó por el National Mall, que es básicamente un parque enorme todo recto donde los washigntonianos van poniendo monumentos. Visitamos el Lincoln Memorial, que es uno de los sitios más reconocibles del universo, y luego nos sentamos en las escaleras mirando hacia el Obelisco y hablando de películas en las que sale ese estanque de agua. Un juego bastante popular, porque oí a varios grupos hablar de Forrest Gump y de Martin Luther King.
Siguiendo por el National Mall está el Monumento a los Veteranos de la Guera de Vietnam, que impresiona porque toda la pared está llena de nombres, y según vas andado la pared va subiendo y te entra una sensación un poco más claustrofóbica por el tamaño de la pared y la interminable lista de nombres. Cerca de este monumento están otros muchos (Guerra de Korea, Segunda Guerra Mundial, Roosvelt…) y en seguida te plantas en el Obelisco, desde donde puedes girar para ver la Casa Blanca o seguir hacia el paraíso de los amantes de los museos (varios de ellos parte del Smithsonian): el de Historia Americana, el de Historia Afroamericana, Sackler Gallery, Feer Gallery, el del Aire y el Espacio…. y la lista continúa.
Nosotros entramos al de Historia Americana, que la cacho-wife ya lo conocía pero tiene cosas que merece mucho la pena ver: las exhibiciones sobre los Presidentes y Primeras Damas (con la tontería aprendes bastante de cómo viven), una sección dedicada a comida donde la joya de la corona es la cocina de Julia Child, y una sección dedicada a los medios donde tienen ¡A LA RANA GUSTAVO! Mala suerte que esa última parte estuviese cerrada por reformas, pero mira con eso ya tenemos excusa más que suficiente para volver.
Uno que a la cacho-wife le apetecía más ver era La Galería Nacional de Retratos, en inglés el Portraiture Museum (no me invento lo de Portraiture que lo tienen puesto así en la puerta). Este museo también está chulo, y sobre todo tienen la colección de retratos de todos los presidentes de Estados Unidos desde el primero hasta el actual. Y lo que mola de eso es ver cómo han evolucionado el arte, la moda y los gustos de los presidentes por cómo quieren pasar a la historia. También es muy interesante ver que varios retratos de George Washington hechos el mismo año no se parecen nada los unos a los otros así que vaya usted a saber qué pinta tenía el señor, pero eso es otra historia.
Y para terminar con los museos, también entramos en el Hirshhorn Museum, el de arte moderno. En este parece que depende más de las exhibiciones que tengan cuando vas, pero a nosotros nos entretuvo un buen rato. Lo que más me gustó es que el edificio sea un donut, porque hace muy fácil ver todo del tirón sin perderte en un laberinto de salas. Bueno, eso y la exhibición de las «Guerrilla Girls» que explican muy bien las ventajas de ser una mujer artista…
Pero vamos al lío, que van ya mil palabras y no hemos hablado ni de una merienda.
El D.C. Gastronómico
Como decía al principio, una razón fundamental para elegir DC como destino fue la comida. Durante la planificación hubo días en los que parecía que el viaje iba a ser una peregrinación para devotos de José Andrés, con cada etapa convertida en una comida en uno de sus restaurantes… Pero al final fueron sólo el 30% de todas las comidas del fin de semana.
La primera después de bajarnos del avión fue Bar Mini. No es un restaurante sino un bar de cócteles, pero no como el de Tom Cruise, sino como un laboratorio donde hacen experimentos. Por ejemplo, un Old Fashioned con grasa de Waygu y un cubo de hielo ahumado (ahumado delante de tí, que es completamente innecesario pero mola). O un cócktail que es un helado de calabaza (y estaba mucho mejor de lo que suena).
Bar Mini está pared con pared con Mini Bar, que sí es restaurante y además tiene dos estrellas Michelin, así que tienen cocina y algunas cosas de comida para acompañar los cócteles. Obviamente pedimos un par de ellas y estaban impresionantes…. pero también obviamente salimos con un poco de hambre y bastante contentillos así que bajamos por la calle hasta otro de los restaurantes de José Andrés: China Chilcano, que se centra en la cocina peruana que ha resultado de la unión en Perú de las culturas culinarias perunana, china y japonesa. Y la verdad es que la mezcla da muy buen resultado, y entre los cócteles y la comilona dormimos como reyes.
Para el día siguiente no habíamos hecho reserva en ningún restaurante, pero la cacho-wife sí había hecho una lista de opciones increíbles para elegir la que más nos apeteciese. Y, siendo Noviembre la temporada de cangrejos, nos cogimos el metro hasta Bethesda para llegar al Bethesda Crab House. Un sitio con aspecto de chiringuito de playa que lleva ahí toda la vida, que es lo que quieres cuando vas a comer congrejos.
Allí el camarero, un chaval de instituto con un tamaño que bien podría jugar en la NFL, nos ayudó a pasar la novatada de no saber qué teníamos que pedir (aunque si llegamos a hacerle caso sobre cuánto pedir todavía estamos allí para terminarnos el plato). Y quince minutos después, al vernos dar de martillazos a un cangrejo (literalmente) vino muy majete a decirnos que se notaba que no teníamos ni idea de lo que estábamos haciendo y nos enseñó cómo pelar los cangrejos con una maestría y delicadeza sorprendentes dado el tamaño de sus manos. Por supuesto además los cangrejos estaban estupendos.
Vamos, que la excursión fue otro exitazo. Y luego para bajar los cangrejos fuimos al «Sangría Hour» del sitio más José Andrés de todos los sitios de José Andrés: Jaleo. Un bar de raciones de toda la vida a tiro de piedra de la mismísima Casa Blanca. Aquí mi cacho-carne se puso un poco más súper español criticando la sangría («me gusta con más burbujas») o la salsa brava («es de la más tomatosa, no como la del bar Las Bravas de Madrid donde la inventaron»). Pero a las croquetas y al plato enorme de jamón ibérico no les puso ninguna pega, ojo. Además, gracias a casualidades de la vida y conexiones de la cacho-wife de hace veinte años nos trataron muy pero que muy bien.
Así nos plantamos en el sábado, que en el tema de comidas nos lo tomamos más tranquilamente porque para la cena teníamos reserva para celebrar el cumpleaños de la cacho-novia en otro restaurante. Este no era de José Andrés, pero también con estrella Michelín (cuando digo que fuimos a ponernos las botas, lo digo muy en serio). Y también una comilona, donde para mí destacaron dos cosas sobre todo lo demás: caviar con helado de coco, y sopa de palomitas de maiz con langosta. Que ya estoy imaginándome la cara de la madre de mi cacho-carne y los comentarios sarcásticos de su padre, porque son dos cosas que las lees y la cabeza te dice que no, pero que cuando las pruebas… madre mía cuando las pruebas.
Y ya está, los tres días de Washington no nos dieron para más pero creo que le sacamos mucho partido y que está por mérito propio en la lista para volver: vuelo corto desde Toronto, nos quedan varios sitios de José Andrés por probar, ver a la Rana Gustavo, pasar por el Capitolio…. y ahora me han dicho que en el Museo del Espacio puedes tocar la luna que en cuanto a cosas molonas no se me ocurre más. Ya con eso tenemos plan para otro fin de semana entero.
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