En el post anterior decía que el viaje de Kandy a Ella fue una maravilla, con ese tren entre las montañas verdes conocido como uno de los mejores del mundo. Pues para compensar el viaje de Ella a Tissa, nuestra primera parada en el sur de Sri Lanka, fue todo lo contrario: un autobús viejo pasando por un acantilado (en plan «qué miedo», no en plan «qué bonito») y luego por una zona bastante desierta.
El sistema de los autobuses en Sri Lanka es raro, y se gana a pulso la mala fama que tiene. Lo primero es eso, que los autobuses son viejos y parece que han dado varias vueltas a la Tierra. Pero claro, también son resistentes y mecánicamente simples (para decir que quieres bajarte, tiras de una cuerda atada a un timbre) por lo que siguen aguantando las palizas que les pegan.
Además, hay autobuses públicos y privados que hacen exactamente las mismas rutas, con lo que la competencia es feroz. Y ese es otro problema, que como la competencia es feroz la forma de ganar más es hacer los trayectos lo más rápido posible y metiendo a toda la gente que quepa y alguna de la que no cabe, y si para coger a más gente tienen que adelantar a otro autobús para llegar antes a la siguiente parada, obligando a los coches que vienen en dirección contraria a apartarse, pues lo hacen.
El día anterior a coger el autobús estuvimos hablando con una pareja de americanos sobre la alternativa, alquilar un coche con conductor para el trayecto. Tras un rato hablando llegamos a la conclusión de que es todo un tema de precios: si la diferencia fuese pagar veinticinco dólares de autobús o cincuenta de coche, todos cogeríamos el coche. Pero cuando la diferencia es sesenta dólares de coche y dos de autobús, pues hay mucho más motivo para arriesgarse. Y sí, todos somos conscientes de que cincuenta y ocho dólares por no morir en un accidente de carretera en Sri Lanka está muy bien de precio, pero se ve que los humanos somos avariciosos por naturaleza… así que decidimos coger el autobús en plan mochileros aventureros, que además nuestra primera experiencia en Kandy no había sido tan mala.
Pero claro, nuestro primer autobús no tenía que ir desde las montañas más altas del país hasta la playa. La primera parte de la carretera de Ella a Tissa es como si alguien hubiese remasterizado Despeñaperros y añadido un par de niveles de dificultad para asegurarse de que se despeñan un treinta y cinco por ciento más de perros. Y eso, con el autobús esrilanqués, da bastante acojone. Después de esa parte el viaje da menos miedo y es más simplemente aburrido, excepto por los momentos de tensión en los adelantamientos locos.
Y así llegamos a Tissa.
Tissa y el safari de Yala
Después de semejante viaje en autobús viniendo del paraíso de Ella, imaginaos la desilusión cuando nos encontramos con que Tissa es realmente un desierto. Incluso la distancia de la estación de autobuses al hotel, que no era nada largo, se nos hizo dolorosa andando por la carretera polvorienta bajo el sol de media tarde.
Por suerte el hotel que habíamos reservado era estupendo, y de nuevo con un anfitrión (el padre del dueño) que era un solete de persona. Nada más llegar nos dijo dónde estaban las bicicletas por si queríamos ir a dar una vuelta antes de cenar, y con ese paseíto recuperamos un poco el ánimo y abrimos el apetito para una cena que no nos esperábamos de lo buena y abundante que fue. Sobre todo el postre de yogúr casero de leche de búfala.
Pero pese a las bondades del hotel, cambiamos nuestra reserva para quedarnos una sola noche y pasar menos tiempo en el desierto y más tiempo en la playa. De hecho ni siquiera llegamos a pasar allí una noche entera, porque a la mañana siguiente nos levantamos a las cuatro para ir de safari al parque nacional de Yala (que es lo que nos había llevado hasta Tissa para empezar). De nuevo el anfitrión fue súper majete y nos encontró un jeep con guía y otra pareja de guiris para compartir gastos; y a las cuatro de la mañana nos tenía preparado un desayuno para llevar digno de la mejor abuela: en un tupper reciclado, sandwiches sin corteza (cortada a mano) de tortilla francesa, zumito y dos piezas de fruta.
A esas horas obviamente el trayecto hasta el parque nos los dormimos, y aun así cuando llegamos a Yala para hacer cola con los demás jeeps todavía era de noche. Para despertarnos y animar las cosas nuestro guía volvió de donde tenía que comprar las entradas diciendo «yo ya he visto dos leopardos, al lado del baño, porque aquí hay perros y los leopardos se los quieren comer». Así se te quita la modorra muy rápidamente.
En cuanto abrieron las puertas del parque salimos todos los jeeps en plan carrera total. Estuvimos medio día dando vueltas y vimos elefantes, búfalos de agua, mangostas, jabalíes de esos típicos de safaris y de El Rey León, pájaros, tucanes (que son pájaros, pero según la cacho-novia cuentan doble porque molan más), lagartos, cocodrilos… pero lo que no vimos fueron los dos animales por los que es famoso el parque de Yala: ni leopardos ni osos (ni idea de qué pinta un oso ahí, la verdad, pero es lo que dicen las guías). Sí vimos bien de huellas de leopardos y según nuestro guía lo que escuchamos durante un buen rato que estuvimos parados sin ver nada era una pareja de leopardos trabajando en la siguiente generación (guiño-guiño), pero verles no les vimos.
Personalmente nos habría gustado más que nuestro guía se centrase menos en encontrar al leopardo y más en seguir contándonos otras cosas, porque se notaba que sabía un montón y había otros animales y plantas y cosas que ver. Nosotros íbamos conscientes de que lo mismo veíamos una pelea leopardo-oso delante del jeep, lo mismo veíamos sólo plantas. Pero está claro que no todo el mundo piensa así, incluída la pareja con la que compartimos coche, que se fue más desilusionada por no ver un leopardo que contenta por ver todo lo demás. Y como la gente es así y la gente contenta da más propinas, pues los guías hacen todo lo posible por ver leopardos.
A nosotros, que teníamos claro que esto no iba a poder competir con los tres días de safari que pasamos en Sudáfrica, nos pareció que Yala está muy bien para una aventura de medio día, y pese al tiempo perdido esperando a los leopardos nos gustó bastante. Y sí, dejamos la misma propina que teníamos pensada de antes. Pero considerando el viaje en conjunto, también es cierto que si volvemos a Sri Lanka en el futuro seguramente nos ahorremos esta parte para pasar más tiempo en las montañas o en las playas paradisiacas.
Playas paradisiacas en Mirissa y Hikkadua
Para terminar el viaje (salvo el último día en Colombo que ya os he contado) nos guardamos el relax de la playa, pasando dos noches en Mirissa y dos en Hikkadua.
Mirissa es una de esas playas de película con puestas de sol impresionantes, mesitas con cerveza barata súper fresquita, y chiringuitos en la arena con toneladas de pescado y marisco fresco. Hay poco que contar porque no hicimos ni el huevo. Bueno, no, sí que hicimos algo además de decidir entre langosta o gambón gigante para cenar: fuimos a darnos un masaje ayurvédico de esos profundos que duelen mientras te los dan pero sabes que luego te vas a sentir de lujo. La señoras que nos dieron nuestros masajes parecían mayores y frágiles, pero tenían unos dedos como clavos de titánio y salimos de allí hechos gelatina. Ah, y también pasamos un rato siguiendo a un cangrejo ermitaño por la playa… insisto, poco que contar de Mirissa salvo que merece la pena ir para disfrutar de la vida en una playa paradisiaca.
Hikkadua también tiene una playa paradisiaca, pero en vez de tirando al plan dolce far niente es más hippie y activo, con sitios para hacer buceo y surf. Como tenemos los certificados de buceo desde que fuimos a Honduras y los usamos muy poco decidimos sacarles partido, pero viendo el resultado está claro que deberíamos haber optado por el surf…
El primer día, que se suponía que íbamos a hacer el cursillo de recuerdo y luego ir al mar, hicimos sólo el cursillo de recuerdo y luego perdimos dos horas sin hacer nada esperando hasta que nos dijeron que no iba a haber buceo que las condiciones no eran buenas (y lo de las condiciones lo sabían desde por la mañana). Así que tuvimos que volver al día siguiente para la immersión. Ahí nos cambiaron al líder del grupo cuando ya estábamos en el agua (muy mala idea), se olvidaron claramente de que éramos novatos, la visibilidad era mala y había muchas corrientes. Para remate, al volver al barco mi cacho-carne se puso verde y echó el desayuno por la borda (lo que dio bastante asco a los buceadores experimentados, no sé muy bien por qué… con la de tiempo que pasan en barcos no puede ser tan raro).
El buceo fue de largo la mayor decepción del viaje. Pero ojo, que eso hay que matizarlo. Gracias a la espera del primer día vimos tortuguitas nacer en la playa y tirarse al mar por primera vez; y como los de la escuela se olvidaron de que éramos novatos vimos un barco hundido desde mucho más cerca de lo que deberían habernos dejado, y eso moló incluso con la mala visibilidad y las correntes empujándonos contra los hierros oxidados. Súmale a eso que terminamos el día con unos cócteles en la playa (daiquiris de sandía) y la verdad que como peor cosa del viaje no está nada mal.
Además, en Hikkadua también nos comimos el mejor curry del viaje, de largo. El sitio se llama Bookworm porque está encima de una librería, y es super pequeño y modesto. Básicamente, los dueños de la librería (que luego vimos que también es taller de reparación de tablas de surf) han puesto cuatro mesas en la azotea cubiertas con tejadillos de paja. Para reservar, simplemente te pasas por allí por la mañana y les das tu nombre para que te guarden un sitio. Ojo, es mejor tener nombres fáciles de pronunciar: mi cacho-carne y la cacho-novia llegaron allí, la señora preguntó a nombre de quién ponía la reserva, la cacho-novia dijo «Laurence» (pronunciado correctamente en francés, no como lo habíes leído en vuestras cabezas) y la señora se quedó mirándola como la vaca mirando al tren, sin decir nada ni moverse durante unos cinco segundos, antes de mirar a mi cacho-carne y preguntar «¿y tu nombre?».
La primera noche en Hikkadua encontramos el restaurante casi por casualidad, y tuvimos suerte porque como el día estaba un poco lluvioso alguien no se había presentado y tenían sitio y comida para dos más. Lo único que nos preguntaron fue qué queríamos beber, porque es de esos sitios que tienen un menú único y eso en Sri Lanka significa arroz y cinco o siete curris distintos. En Bookworm te traen todo en cantidad suficiente para que la abuela más exigente no te pregunte si te has quedado con hambre y quieres que te fría un huevo. Pero como decía fueron los mejores curris de todo el viaje y nos rebañamos hasta el último platillo. Tanto, que después de la cena el dueño subió a saludar y al llegar a nuestra mesa se paró en seco y dijo: «me gustáis mucho, nuna he visto a nadie terminarse todo así». Y en vez de sentirnos como los gordacos que somos, eso nos llenó de orgullo y volvimos al día siguiente.
Pero no sería justo hablar de esa cena en Bookworm sin mencionar que la gente que canceló sus planes acertó de lleno. Cuando llegamos allí «estaba el día lluvioso», y antes de que nos trajesen la comida empezó a caer un tormentón de esos que parece que se va a acabar el mundo. Con ese clima, la verdad es que una mesa de picnic con un tejadillo de paja en una azotea no es el sitio ideal para cenar. Pero a nosotros nos pareció perfecto, y cuando llegó la comida no habría habido forma de hacer que nos fuésemos. Sobre todo porque para subirnos la comida los dueños subían las escaleras haciendo equilibrios con la bandeja y un paragüas no para no mojarse ellos, sino para proteger la comida, y ese nivel de amor y cuidado hay que respetarlo.
Punto y final
Y con el recuerdo de una de las mejores cenas de nuestra vida, tanto por la comida como por la aventura y el sitio, termino de contaros el viaje a Sri Lanka. Como habréis notado si os habéis leído las cinco entradas y más de diez mil palabras, un viaje espectacular de principio a fin. Un país precioso, gente estupenda, comida deliciosa y la suerte de que absolutamente todo, desde los aviones para cruzar el mundo desde Toronto hasta la última comida, nos salió bien.
Espero que si váis os lo paséis tan bien como nosotros.
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