Sé que entre mis lectores hay grandes amantes de la cerveza. Pues este artículo no es para ellos, salvo para evitarles la dolorosa experiencia de probar la “cerveza” de jengibre. Y lo entrecomillo porque creo que llamar cerveza a este brebaje es una deshonra para la humanidad y un ultraje al término.
Para empezar, la RAE y la Wikipedia dicen específicamente que la cerveza es una bebida alcohólica, pero la “cerveza” de jengibre no tiene alcohol. Por eso es la única “cerveza” que venden en el supermercado en Canadá, donde la venta de alcohol es un monopolio del Estado que tiene sus propias tiendas, y por eso yo caí en la tentación trampa mortal de comprar una botella.
Pero el verdadero problema de la “cerveza” de jengibre no está en la parte del alcohol. Ni en el hecho de llamar cerveza a algo que no lo es, que no deja de ser tan absurdo como llamar “ensaladilla rusa” a unas patatas con mahonesa de las que jamás han oído hablar en Moscú. El problema está en la parte del jengibre, esa raíz que puede quedar bien como especia, que hace unas galletas bastante buenas pero que es más conocida por parecerse al jabón. De hecho, el sushi se sirve con unas láminas de jengibre no para tu deleite, sino para que te laves la boca entre bocado y bocado y no mezcles los sabores (cosa innecesaria, ya que probablemente te habrás cauterizado la boca con wasabi en el primer bocado).
El caso es que por fuera no parece tan nociva (color normal, burbujitas, etc.), y cuando uno se decide a probarla piensa que no puede ser tan diferente del ginger-ale… pero sí que lo es, y ya el olor de la “cerveza” de jengibre te dice que algo va mal. Si aún así te arriesgas a probarla, por afán científico o porque perdiste una apuesta en la que podías ganar una casa en la playa, el primer trago no parece tan malo hasta que empiezas a notar el sabor a jabón en toda su potencia y, para remate, la “cerveza” te ataca con un toque picante que amenaza con destrozarte el estómago.
Personalmente no entiendo qué ha llevado al hombre a fabricar semejante brebaje. Soy consciente de que a nadie le gusta el primer sorbo de cerveza, vino o café, pero las tres cosas tienen un regusto a “esto puede estar bueno” que te incita a volver a probarlo (aunque sólo sea por los efectos secundarios). Mi teoría es que los norteamericanos han inventado este engendro para traumatizar a los niños, para taladrarles en el cerebro que la cerveza es asquerosa, y así mantenerles alejados del botellón… pero para eso bastaría e infringiría menos derechos humanos darles Cruzcampo.
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