Espeleología, o cómo vive una lombriz de tierra

En este país hay que tener contactos. Unos los tienen para dirigir la Telefónica, y otros, como mi cacho-carne, los tienen para pasarse unas horas arrastrándose por el barro en un agujero en la sierra de Cuenca: resulta que al tío de mi cacho-carne le gusta pasar sus ratos libres metido en una cueva llenándose de barro hasta las orejas… ¡y nosotros estábamos deseosos de que nos llevase! Y la verdad es que nunca he dirigido la Telefónica, pero desde el otro día puedo asegurar que merece mucho la pena tener contactos que te lleven a hacer espeleología.

¡La espeleología mola chavales!

El caso es que un buen día el tío de mi cacho-carne nos llamó para decirnos que él y sus amigos estaban preparando una visita a una cueva con varios novatillos y que nos apuntásemos. Dijimos que sí sin dudarlo, por que una cosa es ir con tu tío y otra ser el único novato acoplado que hace el ridículo, así que no podíamos dejar pasar la oportunidad. Eso nos llevó a unos cuantos correos electrónicos para preparar la expedición, con el tío de mi cacho-carne preguntándonos si teníamos por casa cascos de obrero, linternas frontales, arneses de seguridad, cuerdas de escalada, botas de pocero… y guantes de fregar. Sí, amigos, 4 de cada 10 espeleólogos profesionales recomiendan los guantes de fregar como parte fundamental del equipo para meterse en una cueva. A falta de todo lo demás (que el tío de mi cacho-carne y otros espeleólogos profesionales nos prestaron), bajamos al Cutrefour a comprar unos Spontex de triple capa y nos hicimos con la ropa más vieja que pudimos encontrar (como veréis más adelante, no hace falta ropa especial pero sí algo que puedas tirar directamente a la basura).

Así nos plantamos en la plaza de Conde de Casal un sábado a las 8.30 de la mañana. Sí, es temprano, pero es que en Madrid las únicas cuevas que tenemos son esos bares alrededor de la Plaza Mayor (hasta que se lo propongan a Gallardón), así que hay que irse un poco más lejos. Para esta expedición el grupo de Espeleo Romeros había elegido ir a la cueva de Los Moros, en la provincia de Cuenca. Para compensar el madrugón estaba planificada una parada en un recio bar de pueblo a comernos un bocata de chorizo con una Coca-Cola, para desilusión del hermano de mi cacho-carne que quería pedirse un café con magdalenas pero que tuvo que rendirse ante las miradas del grupo de clientes que se estaba trabajando unos huevos fritos con chuletas de cordero. En este punto vale la pena decir también que mi cacho carne y su novia no le hicieron ascos a la parada, pese a ser los únicos del grupo que aunque se levantaron a las 7.00 am tuvieron la previsión y los huevos de meterse entre pecho y espalda un revuelto (de ahí lo de los huevos) de queso manchego con tostadas antes de salir de casa.

Con la necesaria recarga de energía, y tras un par de vueltas un poco tontas, llegamos a nuestra cueva. O, para ser exactos, a unos tres kilómetros de ella, que es donde dejamos el coche porque la cantidad de nieve que había recomendaba no intentar acercarnos más, no fuese a ser que luego nos quedásemos tirados. En cualquier caso, allí nos cambiamos de ropa y nos preparamos para la aventura, con el exquisito resultado que muestran las fotos y contando con dejar los abrigos y mochilas a la entrada de la cueva, que en la cueva no nos harían falta pero tres kilómetros en la nieve sin abrigo tampoco parecían recomendables.

Cibeles Madrid Fashion Week especial espeleología

Por fin llegamos a la cueva, así que vamos al turrón. Obviamente yo sólo he ido una vez, pero como soy español ya puedo hablar como todo un experto en espeleología. Para empezar, no os penséis que entrar en una cueva es como bajar al Metro. La entrada no tiene por qué ser amplia, cómoda o simplemente fácil de encontrar, sino que bien puede ser un agujero en el suelo con una grieta por la que tienes que reptar a ciegas hasta llegar a una zona en la que, con suerte y si no eres muy alto, podrás ponerte de pie.

Obviamente esto depende de cada cueva, pero os puedo asegurar que en la que nosotros visitamos la mayor parte del tiempo estábamos agachados, encorvados en cuclillas. Quiero decir la mayor parte del tiempo que no estábamos reptando por el barro. Porque esa es una de las claves de la espeleología: arrastrarte por el barrio y bañarte en las aguas ponzoñosas de la cueva en sitios donde siempre tienes la impresión de que te vas a quedar atascado y a oscuras.  Una verdadera prueba mental y para la flexibilidad de tus ligamentos… lo que viene siendo el día a día de una lombriz, vaya.

Cuatro escenas cotidianas de la espeleología amateur

Pero con todo, te lo pasas genial. Estar dentro de la tierra mola, viendo estalactitas y estalagmitas que tardan miles de años formándose y pocos segundos en ceder a la presión de los dedos ignorantes de quien está buscando dónde agarrarse; o trepando y descolgándose por las cuerdas que otros más expertos que tú han dejado preparadas para que puedas saltar pequeños barrancos dentro de la cueva. Lo único con lo que hay que tener cuidado es de que el agua no te cale demasiado hondo (sobre todo, que no te entre en las botas), de que no se te caiga el casco porque entonces te abrirás la cabeza, y, si vas en un grupo, de controlar tus gases: en un sitio donde el oxígeno escasea y el aire ya de por sí huele a viciado, el efecto de una buena flatulencia humana se multiplica de manera inimaginable.

El único momento en el que realmente temí por nuestras vidas o la integridad de nuestras extremidades fue, de hecho, cuando ya estábamos otra vez fuera de la cueva. Calados hasta los huesos, con agua dentro de las botas, cansados y hambrientos, tuvimos que recorrer la distancia que nos separaba de los coches bajo la lluvia y entre la nieve. Un paseo de lo más desagradable que este calcetín recuerda, aunque las jarras de cerveza con limón al lado de una hamburguesa que me metí después me compensaron con creces.

El paseillo de vuelta, lo peor de la experiencia. Esto en verano no pasa, imagino.

En resumen, la espeleología mola. Es una de esas actividades que merece la pena probar y que a más de uno le va a enganchar, porque la sensación de estar descubriendo las entrañas de la tierra es verdaderamente impresionante. Simplemente hay que recordar que estamos hablando de una actividad que entraña ciertos riesgos (varios de los espeleólogos profesionales, cuando salimos de la cueva, llamaron a familiares/amigos para informar de que habíamos salido del agujero sin problemas), y que no te puedes meter en una cueva sin tener ni idea de cómo moverte por ahí dentro si no cuentas con alguien que te guíe, que tenga mapas, recursos y sobre todo conocimiento para que todo vaya sobre ruedas. Por eso aprovecho para agradecer a todos los Espeleo Romeros que nos llevasen y cuidasen de nosotros. Podéis leer en su blog su descripción de la aventura, con muchas más palabras técnicas de las que yo me sé, jeje.


Comentarios

3 respuestas a «Espeleología, o cómo vive una lombriz de tierra»

  1. Porras papá, ahora sé que los DVD con la serie entera de los fraggle cuesta 70 euracos… grgrgrrgrg

  2. Ahí te he visto fino, Pah-put-xee. Además que sí que molaría, ahí con sus Curris montando estructuras y Sprocket olisqueando 🙂

  3. Avatar de Pah-put-xee

    La próxima vez pide que te lleven a la cueva de «fraguel rock». ¡Eso si que mola!

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