Desde que era un patuquín he vivido preguntándome cuál era el punto de vivir en Madrid si no había una buena feria con su noria, su algodón de azúcar y sus feriantes haciéndote apostar a que ganas un peluche tan grotescamente grande como grotescamente feo. Es decir, si el punto de ser un calcetín por estas tierras es investigar la raza humana, perderse las ferias es como estudiar los guisantes sin tener en cuenta a los rugosos amarillos. Pero el fin de semana pasado he cambiado totalmente mi forma de pensar. Ahora lo que me pregunto es por qué mi familia no me ha llevado nunca, repito y pongo mayúsculas para hacer más daño, NUNCA, a la pradera de San Isidro a celebrar el día del patrón de mi tierra con mis conciudadanos.
Lo cierto es que me da igual que sea el día del patrón, porque los calcetines hace tiempo que superamos las religiones menores y abrazamos la única fe verdadera. Y tengo que reconocer aunque me lluevan críticas que el traje de chulapo me parece bien soso y feo, y que el chotis me parece lento, aburrido y un baile muy estúpido. Vamos, que no he salido tradicional. Pero el viernes pasado, día de San Isidro, yo era más madrileño que nadie, porque hasta entonces las fiestas a las que me sentía más cercano eran las de Valladolid, que aunque me lo paso muy bien está a 200 Km. y a veces hablan raro. Así que hablemos de mi feria.
Para empezar, a la hora de ir a la feria es necesario procurarse con quién ir. Vale que yendo sólo te cuelas en todas las atracciones para llenar el grupo, y tienes más espacio en el coche de choque; pero básicamente te aburres más y te sientes supertriste cuando ganas un Shrek de dos metros, no tienes a quién dárselo y te toca llevártelo a casa. Como ya ha quedado claro que con mi familia no iba a ir, un buen amigo me dijo: oye, pues vente con mis colegas si quieres, lo único que tienes que cocinar algo que cada uno llevamos algo para comer. Así que, con esa capacidad que Dios me ha dado para acoplarme, hice una ensalada de arroz y me planté allí.
Y, ya que sale el tema, el siguiente punto fundamental es la comida. Sí, está muy bien planear que llegas allí a las 12:30 con tu neverita llena de cervezas y sangría (porque la bebida es el tercer punto clave de la feria), pero como no planifiques la comida muy probablemente no llegues a los fuegos artificiales. Si no te va el rollo cocinillas (con el que se liga bastante normalmente), siempre puedes hacer uso de los servicios de restauración de la feria, que según la calidad y tipo de la misma serán: mesa cutre con bocatas bien grasientos y bien caros (que no mola), casetas para ir de una a otra tomando vinos y tapas (que mola mogollón) o chino con carrito de la compra (que a las horas que aparecen se agradecen que no veas, pese a la mala calidad del producto).
Normalmente, y salvo en el caso de que comas “por comer algo”, comer en la feria puede y debe llevarte varias horas. Es todo un ritual basado en la nutrición pero enfocado hacia lo que es el disfrute de la comida (o eres muy tonto o comes de lo que más te gusta), la interacción social y el beber para acompañar y facilitar la interacción social. Optando por la opción picnic, no es raro que se empiece a la hora de empezar a comer y se acabe a la hora de empezar a cenar, siendo ley de vida que algo sobre. Lo que viene siendo pasar el día sin moverte del sitio salvo para buscar un sitio donde mear y, quizá, tratar de hacer algún malabar.
Es ahora, con el estómago bien lleno de comida indigesta y la cabeza bien embotada por los litros de alcohol, cuando el español de bien decide que ha llegado el momento de ir a la feria en sí misma: las atracciones y las casetas. Y en mi opinión aquí el ser humano demuestra la superioridad que le haría dominar el planeta de no existir la raza gatuna, resumiéndose en estas dos preguntas:
- ¿Cómo es posible que la gente, después de semejante comilona y borrachera, pueda subirse a las atracciones que principalmente consisten en movimientos centrifugatorios y no vomitar?
- ¿Cómo demonios puede nadie, tras meterse varios litros de cerveza y sangría, ser capaz de ganar nada en las casetas de la feria? ¿De dónde sacan la puntería? Eso tiene que ser el instinto de supervivencia, que el cuerpo se nota en las últimas y se siente amenazado.
Hablando de las casetas de puntería, quiero hablar de la sorpresa que me encontré en San Isidro. De toda la vida, las casetas de hacer puntería incluyen la de dardos y globos, la de bolas y latas, la de escopeta y palillos… pero de vez en cuando alguien es más salao que los demás. Hablo de “La reforma”, una caseta donde lo que se tira son huevos de madera y de lo que se trata es de romper azulejos. Es igual de difícil que todo lo demás, porque aparte de romper tres azulejos con cuatro huevos se trata de que todos los cachitos se caigan del soporte y, si el feriante decide encajarlo bien, ahí no hay pelotari que se saque el peluche gordo… pero mola.
Por último, quiero dar un toque de atención a mis queridos conciudadanos: no me parece elegante organizar semejante farra en la explanada que separa un tanatorio de un cementerio, pese a que en un momento dado pueda resultar de cierta utilidad. Lo del cementerio puede tener un pasar, que nadie se va a quejar del ruido aunque sí puede que alguien se moleste al ver a la gente mear al otro lado de la tapia donde yace su abuela. Pero lo del tanatorio no lo tiene, que ahí la gente está en un momento chungo de su vida (el protagonista no, claro) y no debe ser agradable salir a echar un cigarro porque estar dentro ya agobia y ver en la misma puerta a un tío sin camiseta, con gorra y con pendientes (un bacala, vaya), con un mini en la mano y la otra en el culo de una bacala que va medio desnuda abrazada a un Pikachu gigante que han ganado en la feria y comiendo algodón de azúcar.
O estar dentro, todo el mundo con cara de circunstancias, y de fondo la musiquilla del Saltamontes Loco y el feriante diciendo “vaaamos arriiiiiiiiba la fiesta y la alegría ahora todoooos en el saltamontes que está loco, loco, loooooooooooco”. O, desde el otro punto de vista, estar buscando un arbusto donde vaciar la vejiga y oír de repente una voz familiar que dice “¡Vaya, qué pronto has llegado! ¿Te ha avisado tu padre?”.
En fin, ya estoy esperando a que llegue la próxima, sea en el pueblo que sea.
Deja una respuesta