Hace once años mi cacho-carne y yo nos liamos la manta a la cabeza y nos fuimos de Erasmus. El plan era perfecto: un año entero en Holanda viviendo por nuestra cuenta y viendo mundo. No sabíamos mucho de Canadá, ni falta que nos hacía hasta que apareció en La Haya la mujer más maravillosa del mundo y resultó ser canadiense y tuvimos que ponernos las pilas y empezar a aprender cosas de este bonito país.
Hace diez años estábamos en Ottawa viviendo con la susodicha canadiense, que por aquel entonces pasó a ser conocida como cacho-novia porque cuando cruzas el Atlántico para vivir con alguien ya tienes que admitir que es algo más que un ligue del Erasmus. Fue entonces cuando aprendimos la lección más importante de Canadá: el Invierno (con mayúscula). Sobrevivir por primera vez al impacto de ver el termómetro marcar -25°C, y un rato más tarde, cuando nos recuperamos del shock, sobrevivir al impacto de recibir -25°C en la cara al salir de casa. También aprendimos que a los agentes de aduanas de Canadá no les gustan los líos de visados y demás.
Hace ocho años estábamos viviendo en Madrid, también con la cacho-novia pero viendo que ya sí que la cosa iba muy en serio. Así que empezamos a juntar los papeles, formularios, exámenes, solicitudes, fotos y revisiones médicas para poder un día vivir los tres juntos en el mismo país sin preocuparnos de permisos de trabajo y visados que caducan. Por aquel entonces aprendimos que a los canadienses les gusta mucho España, porque cada dos por tres teníamos visitas de amiguetes (unos de ellos volvieron a España un par de años después para casarse… debemos ser muy buenos acomodando a las visitas).
Hace seis años mi cacho-carne y yo aterrizábamos en Toronto para quedarnos. La cacho-novia ya llevaba unos meses aquí preparando el terreno. Llegamos con visado de turista, pero con todo apañado para que nos dieran la tarjeta de Residente Permanente. Entonces aprendimos que la burocracia canadiense puede ser quisquillosa con los permisos y tal, pero también es justa: que mandásemos los papeles al país que no era (cosas que le pasan a cualquiera, ¿no?) sólo supuso un retraso de un par de meses.
Hace cinco años nos llegó la carta de residente permanente, y con ella la alegría de poder trabajar en Canadá (el dinero no da la felicidad, pero…) y de poder salir y volver a entrar del país sin problema. Desde entonces hemos aprendido mucho sobre el mercado laboral canadiense, desde cómo hacer un currículum (¡sin foto!) hasta los trucos para impresionar a la gente en las entrevistas. También hemos aprendido a patinar (más o menos), que a su vez es parte de aprender a disfrutar del invierno en vez de meramente sobrevivir. Y en una fiesta alguien nos presentó a los pretzels recubiertos de chocolate, que también es un antes y un después en la vida.
Y hace hoy una semana conseguimos por fin el último papel para poder vivir los tres juntos en el mismo país sin preocuparnos de permisos de trabajo y visados que caducan: desde las 14:00 hora de Toronto del 12 de enero de 2018 mi cacho-carne es ciudadano canadiense.
Aparte de que no se puede molar más que ser a la vez español y canadiense, ¿cuál es la diferencia entre la residencia permanente y la ciudadanía? Pues la más importante es que la residencia permanente sólo es permanente hasta que dejas de residir. Es decir, si un día nos da por volvernos a España o por cambiar de aires e irnos a vivir a cualquier otro lado, la ciudadanía de mi cacho-carne nos permite volver a Canadá cuando nos de la gana con todos los derechos y con cero de papeleo. Con la residencia permanente, si nos vamos lo mismo hay que volver a empezar practicamente desde donde pone «hace ocho años…».
Hay otras ventajas gordas, como poder votar para que no salga en Toronto otro alcalde como Rob Ford, que te dejen cruzar la frontera y entrar en Estados Unidos como quien baja a comprar pan en vez de como un posible terrorista (a los canadienses no les nos preguntan si el viaje es para matar al presidente), o tener a quien animar en las Olimpiadas de invierno donde España ni está ni se la espera.
Pero también es el reconocimiento a todo lo que hemos aprendido en este tiempo. A los amigos que hemos hecho, a los jefes a los que hacemos felices con nuestro trabajo, a los litros de maple syrup que ponemos en las tortitas, a los impuestos que pagamos, a nuestras batallas con los mapaches, a los kilos de poutine y cheese curds y tourtière que nos hemos comido, a los vinos de Ontario que hemos sufrido (y a los que hemos disfrutado también, aunque sean muchos menos), a la nieve que hemos limpiado, a las cervezas de Toronto que hemos visto nacer y crecer… un reconocimiento a la vida que nos hemos construído en este país que tan bien nos ha tratado.
En resumen, es la forma oficial de decirnos que, cuando sacan la pancarta del We The North, ese «we» también somos nosotros.
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