Este verano teníamos una boda en España, y como por suerte nos habían avisado en secreto y con mucha antelación para facilitarnos las cosas todavía no habíamos comprometido las vacaciones para ir a otra boda (que este verano hemos tenido tres en tres países distintos… os ha dado a todos por casaros).
Lo malo es que en Canadá no tenemos muchas vacaciones, y por más que nos encante aprovechar la excusa de una boda para ir a Madrid y ver a todos los amigos y la familia también nos gusta ir de viaje a otros sitios y vivir aventuras. Así que esta vez nos montamos un plan para combinar las dos cosas: en vez de pasar toda la semana en Madrid nos hemos ido a Londres y aprovechado esos vuelos super baratos dentro de Europa para ir a la boda con los amigos y comer croquetas con la familia.
Ya que estábamos en plan estratégico, también tomamos dos buenas decisiones. La primera, que como era nuestra segunda visita a Londres (la primera fue hace tanto tiempo que este blog ni siquiera existía) nos podíamos ahorrar las cosas turísticas y ver Londres como los auténticos londinenses, aprovechando los amiguetes que tenemos allí y que son tan majos como para pasar todo el día con nosotros y enseñarnos cómo es la vida real en la ciudad.
La segunda decisión fue no intentar ver a todos los amigos que conocemos en Londres, que por cierto son casi más de los que tenemos en Toronto. Hemos aprendido de las visitas a Madrid que es mejor ver a menos gente pero disfrutar de más tiempo con cada uno que hacer una maratón y acabar hablando cinco minutos con cada persona.
Y gracias a estas dos decisiones estratégicas y a nuestros amiguetes, la verdad es que no nos podía haber salido mejor el viaje.
Llegamos a Londres un sábado por la mañana, y como los primeros días nos quedamos con nuestros amigos Myriam y Pablo que nos entienden muy bien desde el minuto cero quedaron claras las prioridades de la visita. Empezamos yendo a un restaurantillo del barrio a comernos un brunch londinense, y de ahí nos fuimos a ver el mercado de comida de Borough donde nos quedamos un rato olisqueando tomates y trufas antes de sentarnos a tomarnos una cerveza y un piscolabis.
Después dimos una vuelta para ver el Big Ben y la ribera del Támesis, y terminamos con una cena en Tredwell’s, el restaurante bistro de un cocinero (Markus Wearing) al que acababan de nombrar cocinero del año en el Reino Unido. Para celebrarlo tenía un menú especial, y ya digo que las prioridades estaban claras (y Pablo había estado muy atento a estas cosas para prepararlo todo).
Y vale, de camino a casa para preparanos para la cena alguien dijo «cogemos el autobús mejor que el metro, que así véis la ciudad» y con el viaje, el jetlag y tal la ciudad no la vi pero me eché la mejor siesta en transporte público que recuerdo (con ronquidos y babilla, no digo más). Pero la verdad es que para ser el primer día me parece que aguantamos como campeones. Y cuando nos cruzamos con un zorro por la calle, que son el equivalente londinenese a los mapaches de Toronto, estabamos bien despiertos.
El segundo día empezó donde habíamos dejado el primero, con un desayuno en casa con unas tostadas con tomate y jamón que casi se me caen las lágrimas. La verdad es que los que vivís exiliados pero cerca de la madre patria y sin restricciones aduaneras no sabéis lo bien que vivís, que en Canadá ni jamón ni chorizo ni vuelos baratos para ir a Madrid a hacer la compra.
Después del desayuno preguntamos qué es lo típico de Londres un domingo por la mañana, y por supuesto acabamos en un mercadillo de cosas vintage que escogimos según las opciones de comida disponibles en la zona: el Truman Market. Como eso está al lado de Bricklane Street los conocedores de la ciudad pensaréis que fuimos a comer a uno de los restaurantes indios de esa calle, pero al parecer eso es más de turistas y los londinenses de verdad comen en los puestos del mercadillo (también muy chulo) de Spitalfields. Así que ahí nos comimos un fish & chips impresionante, y que junto con el brunch londinense es la única comida típica inglesa que probamos en todo el viaje (salvo si contamos la Guinness como comida).
Para subir el nivel cultural y bajar el fish & chips, nos dimos un buen paseo para ver la catedral de St. Paul, entramos a la Tate Modern cinco minutos para ver un Picasso y tomarnos un café, y fuimos al «teatro de Shakespeare».
El Shakespeare’s Globe es una reconstrucción del Globe Theatre, el teatro de la compañía en la que trabajaba Shakespeare allá por el año 1600. Mola un taco porque la idea es recuperar la relación entre el teatro y la audiencia que había en esa época: la entrada es súper barata para que todo el mundo pueda permitírselo y es perfectamente normal entrar con la mochila llena de cervezas y comida porque es lo que se hacía entonces. Incluso quieren que las obras en sí tengan el mismo espíritu.
Si vais, os recomiendo que cojáis la entrada de cinco libras para estar de pie delante del escenario. Aunque suena incómodo (el secreto es entrar de los primeros para coger sitio apoyado en la valla) merece la pena. En primer lugar porque son cinco libras por ir al teatro en un mundo en que ir al cine cuesta el doble, pero también porque te ayuda a enteder algunas cosas. Por ejemplo, ¿por qué en el teatro de entonces hay siempre tanto muerto, algo de sexo y personajes graciosetes? Pues porque justo delante del escenario tienes al populacho, borracho y listo para tirarte los tomates que se han traído si no les entretetienes. Vamos, que José Luis Garci no habría triunfado.
Como nuestro tercer día en Londres era lunes y Myriam tenía que trabajar dedicarmos la mañana a cosas típicas londinenses de poca monta: visita al Tiger para comprar tonterías y al Primark para comprar ropa. Para compensar, y aprovechando que el día estaba bien gris y lluvioso como mandan los canones de la ciudad, nos metimos en un típico pub mugriento a tomarnos una pinta de Guinness que nos supo a gloria. También visitamos el Instituto Español en Londres, que si vivís allí y tenéis hijos es básicamente donde queréis que vayan al cole porque mola un taco, y hay hasta una pintada original de Banksy a la vuelta de la esquina (que no sé por qué no tengo foto).
Ese día terminamos con una de mis partes favoritas de todo el viaje. Porque los turistas van a Londres y se suben al London Eye, que cuesta una pasta y no deja de ser una noria con cápsulas futuristas. Pero la gente de Londres, cuando quiere ir a ver las vistas de la ciudad e impresionar a las visitas, se va al Sky Garden que, como su propio nombre indica, es un jardín en el cielo. Y por si eso molaba poco también es un bar.
Para poder subir al Sky Garden hay que registrarse en su web unas dos semanas antes de cuando quieres ir, y hay que estar atento porque las entradas vuelan. Con razón, ojo, porque el sitio mola un taco y subir es gratis. Que luego como bar es tirando a carillo, pero teniendo en cuenta el sitio y las vistas no es exagerado y eso, que merece totalmente la pena subir a tomarse una cerveza y ver toda la ciudad.
Al cuarto día cambiamos de amigos pero no de plan. Zoë, que es una amiga torontoniana que ahora vive en Londres, nos siguió llevando a sitios más de «yo vivo aquí» que de viaje turístico, y por supuesto hicimos importantes paradas gastronómicas.
Lo primero fue visitar un par de museos, que es algo típico de Londres cuando te sobra un rato y hay alguno cerca. Porque eso de que los museos sean gratis mola más que el Sky Garden y sus vistas, que así no tienes que planear medio día para verlo todo y aprovechar la inversión de la entrada. Simplemente puedes entrar cuando quieres ver un dinosaurio diez minutillos. Nosotros fuimos al de Historia Natural (lo de los dinosauros lo decía en serio) y al Victoria & Albert, que es básicamente un museo de objetos y tienen desde esculturas impresionantes a un walkman de la primera generación.
Ese día también lo dedicamos a tiendas típicas, que tras una dura negociación se quedó en tres visitas: la sección de comida de Harrod’s que es espectacular, una tienda de ropa de tres plantas (Top Shop, que al menos tiene WiFi gratis para entretener a los cachos-carne que van con sus novias), y una tienda de juguetes de cinco plantas (Hamley’s, que molaría más si no te asaltase un vendedor cada veinte segundos).
Entre una cosa y otra también aprovechamos para visitar un restaurante indio espectacular (Dishoom), y rematamos el día cenando en un vietnamita estupendo (Bao). Ya digo que las prioridades de este viaje las tenía claras todo el mundo.
Para nuestro último día en Londres nos quedaban un par de cosas importantes que hacer. La primera ir a Fortnum & Mason, la tienda de té donde se dice que compra el té la mismísima Reina de Inglaterra y donde te sujeta la puerta un señor con traje de chaqué y sombrero de copa para que compres té a gusto. Más británico que eso no hay nada.
Pero también hicimos otra de las cosas que más me gustó en ese rollo de no ser turista pero disfrutar de la ciudad. Porque mola coger un barco por el Támesis, pero en vez de coger un barco turístico Zoë nos llevó a coger un barco de transporte público que pagas con la misma Oyster Card que usas para el metro, y te lleva exactamente por el mismo río. Un consejo muy de genio.
En el barco fuimos hasta Greenwich, que para compensar es seguramente la mayor turistada que hicimos en todo el viaje. Al menos es una turistada bastante friki, porque Greenwich es donde se inventaron el Meridiano Cero (a.k.a Meridiano de Greenwich, no tiene pérdida) desde donde básicamente se fabrican las horas para el mundo entero. Eso sí, en vez de pagar el pastón que piden para entrar y ver una baldosa en el suelo lo que hicimos fue mirar por las rendijas de la verja y calcular por fuera por dónde pasa el famoso meridiano para hacernos la foto de rigor (que, si te fijas bien, lo tienen marcado para la gente inteligente).
Y para poner el punto y final al viaje Zoë nos llevó a cenar a un tailandés increíble (Som Saa… ya digo que típico inglés comimos el fish & chips) y terminamos el día bebiendo cervezas en uno de los pubs más antiguos de toda la ciudad (el Ye Olde Cheshire Cheese, que de hecho está en un edificio que ha sido un pub desde 1538 y que realmente ha cambiado poco desde entonces).
Si a todo esto le sumas tres días en España llenos de tapas, croquetas y una boda por todo lo alto, pues unas vacaciones muy majas, ¿no?
Este post, y el viaje en cuestión, no habrían sido posibles sin la ayuda de Myriam, Zoë y Pablo. ¡Gracias por enseñarnos vuestro Londres!
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