Probablemente la mayor aventura de nuestro viaje a Guatemala fue la subida al Cerro del Oro, en el lago Atitlán. El mismo cerro, por cierto, que el autor de El Principito estaba mirando cuando se le ocurrió la historia esa de que una boa comiéndose un elefante parece un sombrero.
El día que decidimos darnos el paseo empezamos cogiendo el coche y yendo a buscar el camino de subida. Vimos un par de carteles que parecían decir que íbamos por buen camino, pero llegamos a un pueblo donde preguntamos y nos dijeron que teníamos que volver hacia atrás y que el camino estaba «pasado el campo de fútbol, en frente de una casa sin techo». Así que volvimos para atrás, pasamos el campo de fútbol y tratamos de adivinar en frente de qué casa sin techo estaba el camino.
Acabamos volviendo a aparecer en la carretera principal de la zona justo cuando uno de eso pick-ups Toyota que hacen las veces de autobús por allí hacía una parada, así que aprovechamos a preguntar al buen hombre que acababa de bajarse. Y así conocimos a Martín, que dijo automáticamente «¿para subir al cerro? Yo les acompaño, que justo voy allí arriba a trabajar».
En ese momento no sé si se nos cruzaron los cables y decidimos ignorar todas las advertencias de seguridad de la historia, o si ya estábamos contagiados del buen rollo del lugar y sabíamos que se podía confiar en un amable campesino guatemalteco. El caso es que nos pareció buena idea seguir a un desconocido que con su machete y su azada nos invitaba a llevarnos al bosque y enseñarnos su camino secreto a la cima del cerro por el que se tarda sólo diez minutos en subir en vez de cuarenta.
Los diez primeros minutos le seguimos desde el coche mientras nos metía por un camino de piedras con un par de cuestas que el coche casi no sube, y mientras Martín iba saludando a más gente con machetes que nos miraban pasar hasta que Martin señaló un hueco entre dos árboles y dijo que ahí podíamos aparcar.
Ya habíamos empezamos a seguir a Martín entre campos de cultivo y estábamos a punto de empezar la subida del cerro cuando se dió la vuelta rápidamente para preguntar «habéis cerrado el coche con llave, ¿no? Por seguridad.» Y a partir de ahí nos relajamos del todo y disfrutamos de la aventura, porque Martín es una de esas personas amables y risueñas que jamás te econtrarás en una oficina.
La subida hasta la cima del cerro nos llevó casi una hora, porque cuando Martín dijo que tardaba diez minutos no calculó que eso es lo que tarda él en subir en chanclas la pendiente del 80% por tierra y piedras sueltas, pero que nosotros con nuestras botas de hiking y sin machete para ir abriendo paso íbamos más despacio. Lo compensamos explicando que le cacho-suegro, aunque parece un mozalbete, tiene setenta y cinco años y eso para subir al monte se nota.
Para amenizar la subida y las paradas que nos hacían falta a los turistas, Martín nos fue hablando su vida por el camino. Por ejemplo, nos contó historia de un hombre rico que quiso comprar el Cerro del Oro entero para destrozarlo y ver si había oro dentro, y cómo los campesinos decidieron no vender para conservar el paisaje de su tierra pese a que obviamente el dinero les habría venido mucho mejor que trabajar el campo todos los días. O que en su casa tiene dos piedras con grabados mayas originales, porque es lo que hay por ahí.
También nos contó que un amigo suyo está en Canadá y le insiste para que se venga aquí a ganar dinero, pero que él prefiere quedarse en su casa aunque sea ganando cinco quetzales al día que irse lejos, porque eso da un poco de miedo y en Guatemala no se está tan mal. Ahí empezamos a darnos cuenta de que, pese a que Martín no ha tenido las mismas oportunidades que nosotros para estudiar, tiene muy claro cómo funciona (y cómo debería funcionar) el mundo. Por ejemplo, cuando hablando de las casas de los ricos alrededor del lago dijo que si el patrón de una empresa gana mucho dinero tiene que dar buenos salarios para que todo el mundo del lugar participe de la riqueza, puedan gastar más y así mejoren las cosas para todos.
Nos despedimos de Martín cuando llegamos a su pedacito de tierra en lo alto de la montaña, un rectángulo de seis por cuatro metros que había comprado un par de años antes y del que estaba más que orgulloso. Había subido a limpiarlo ese día que su otro trabajo como jardinero y guardián de una finca le había dejado algo de tiempo libre, para poder plantar café.
Así que dimos una propina de unos cinco dólares (el equivalente a varios días de sueldo) y seguimos andando. Y dos minutos después, viendo que no teníamos ni puñetera idea de adónde íbamos pero que éramos buena gente, Martín volvió a aparecer para llevarnos hasta el mirador, enseñarnos unas esculturas mayas que no habríamos visto sin él, y contarnos la leyenda de que los mayas habían excavado túneles desde lo alto de la montaña hasta el valle.
Y ahí si nos despedimos y al poco empezamos nuestro descenso, mucho más complicado que la subida al no tener un guía pero más contentos que El Principito.
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