A finales del año pasado empezamos a planear nuestro gran viaje para 2016. La idea era pasarse dos semanas en Argentina bebiendo tintorro y comiendo carnaza, pero con la mudanza en febrero (que es cuando no puedas más de invierno y quieres irte de Canadá) y los planes de este verano (incluyendo tres bodorrios en tres países distintos y la visita a Toronto de los padres del cacho-carne) al final cambiamos de planes para ir a lo fácil.
Lo fácil podía haber sido volver a Roatán a sacarle partido al certificado de buceo, o ponernos en plan guiri total e ir a un «todo incluído» en una playa del Caribe. Pero había algo incluso más fácil: aprovechar que los padres de la cacho-novia estaban en Guatemala en un viaje de dos meses y medio visitando a unos amigos, plantarnos allí y dejarnos llevar. Y allí que nos fuimos.
Cuando digo fácil quiero decir que nuestra contribución al plan de la semana que íbamos a estar allí se limitó a escoger las fechas y decidir si pasábamos más tiempo en la casa del lago o el hotel en la playa. Que si hubiésemos montado nosotros el viaje habría sido distinto, pero la verdad es que así tuvimos cero preocupaciones y conseguimos ver en sólo una semana cuatro caras muy distintas del país.
De hecho, la única cosa que de verdad habría cambiado sería la cantidad de tiempo que pasamos en el coche. Principalmente porque de haber tenido que conducir nosotros (¡viva los cacho-suegros!) habríamos muerto de un ataque de nervios, o directamente en un accidente de tráfico. Porque en Guatemala la gente conduce como si se estuviese jugando el mundial de Fórmula 1 en cada semáforo y cada curva, pero las carreteras no están a ese nivel. Hay tienen tantos agujeros que una forma de pedir limosna es hacer que están tapando socavones en una carretera en mitad de la nada.
Pero como aun así la gente conduce como loca, las autoridades consideran necesario poner un badén reductor de velocidad cada veinte metros; y como hay muchos socavones y la gente tiene camiones altos con mucha suspensión los badenes son de un tamaño que con un coche normalito rascas los bajos en todos. Desquiciante es decir poco.
Para remate, los mapas y las señales en las carreteras son más sugerencias que elementos útiles para orientarse. Hasta Google Maps se perdió un par de veces y quería meter el coche por un camino de cabras entre dos volcanes poco más ancho que una motocicleta. Vamos, que de verdad agradezco que hubiese alguien ahí para conducir mientras yo iba echando cabezaditas y sacando fotos de vacas cuando se ponían a tiro de camino a Ciudad de Guatemala, el lago atitlán, Monterrico y Antigua Guatemala.
Ciudad de Guatemala
La capital del país es de esos sitios que según te bajas del avión sabes que estás en una gran ciudad latinoamericana: el calor, la humedad, el gentío y sobre todo ese caos que parece que todo va a explotar.
También es cierto que el calor y la humedad tienen sus cosas buenas, ojo, y que la casa en la que nos quedábamos era el sitio más tranquilo y relajante del mundo. Sólo con ver el jardín se te van todos los males.
Hace unos años Guatemala también tenía un problema de seguridad importante, aunque ahora parece bastante menos peligroso. Aún así la policía tiene aspecto, uniforme y armamento de que tienen que hacer la parte fea de su trabajo más frecuentemente de lo que a todos nos gustaría. Y también hay que acostumbrarse a que la gente va por la calle con su machete no para hacer el mal sino porque es una herramienta de trabajo.
Como teníamos la agenda muy apretada, de Ciudad de Guatemala vimos bastante poco, aunque tuvimos tiempo de disfrutar de la casa y de dos restaurantes abiertos por un Chef que fue alumno de la cacho-suegra en Vermont. Si alguien necesita recomendaciones de sitios guays para comer, La Pista y Luka son de esos restaurantes bien latinoamericanos donde hacen maravillas con los productos locales. Y el Chef es más majo que las pesetas.
El Lago Atitlán
Si pasamos poco tiempo en la capital es porque en Guatemala hay sitios como el lago Atitlán, del que todo el mundo me había dicho que era un paraíso. Y ahora que lo he visto, estoy completamente de acuerdo. Y eso que (como me dijeron varias veces al día mientras estabamos allí…) estaba el tiempo algo nublado y era todo menos paradisiaco.
Porque pese a las nubes, un lago enorme rodeado de volcanes y pueblitos pequeños donde sólo viven familias que llevan allí generaciones y millonarios que pueden permitirse una mansión en cualquier parte del mundo (hay un matrimonio que va en helicóptero al trabajo, y como no trabajan juntos pues tienen dos helicópteros) te hace plantearte por qué vivimos como vivimos en vez de disfrutar de sitios así.
Por si eso y el título de «lago más hermoso del mundo» fuera poco, el tal Antoine de Saint-Exupéry estaba por allí un día escribiendo El Principito cuando vió una montaña y dijo que aunque parecía un sombrero era una boa comiéndose un elefante. La montaña se llama Cerro del Oro, se veía desde nuestra terraza y nos la subimos una mañana para dar una vuelta antes de comer. Y no sé qué se estaba bebiendo Antoine ese día.
Y como todo ayuda para hacerte sentir en el paraíso, los amigos que nos dejaron la casa tienen un jardinero/manitas/hombre para todo que se encarga de hacerte la vida más fácil. Aunque la verdad es que, pese a que mola, también se me hace un poco raro eso de tener personal de servicio, por tonterías como no saber si lo correcto es ayudarle a montar la mesa para la barbacoa o asumir que es parte de su trabajo.
Imagino que todo es acostumbrarse, y además entiendo que en países como Guatemala el servicio es una pieza fudamental de la redistribución de la riqueza (el que tiene más tiene que compartirlo dando trabajo al que tiene menos), pero darme la vuelta y ver que nos están lavando el coche mientras nosotros nos bebemos una cerveza es algo que de alguna manera no me hace sentir cómodo del todo. A falta de mejor manera de mostrar nuestro agradecimiento, y tirando de costumbres norteamericanas, le dimos una buena propina el último día.
De todas formas lo más raro de Atitlán es que, aunque hay una tienda cada cuatro casas y todas tienen prácticamente lo mismo, encontrar una cerveza es casi imposible salvo si vas a un restaurante. Por lo que nos contaron es por la influencia de las misiones religiosas… que lo mismo tiene sus ventajas a nivel social, pero como turista haciendo barbacoa en casa es un incordio. Eso sí, botellas de refrescos las tienen hasta de cuatro litros o sea que por temas de salud no es.
Monterrico
De Atitlán nos fuimos a la playa a Monterrico, que tras un viaje en coche más largo que un día sin pan (esas carreteras con sus badenes y sin señales) empezó a molar mil cuando, sin que nadie me avisase, para llegar al hotel tuvimos que coger un barco. En el que por cierto estoy bastante seguro que nos tangaron unos dolarcillos por aquello de ser turistas, pero bueno, cosas que pasan.
Monterrico es un destino de playa y no hay mucho que ver fuera del hotel, así que los dos días que estuvimos allí no hicimos otra cosa que remojarnos en la piscina, beber cócteles mirando al horizonte y tratar de ver a la iguana gigante que vivía detrás de las duchas de la piscina, que es de esas cosas guays… o no, que también pensaba que los mapaches molaban y ahora que vivo en Toronto lo tengo menos claro.
Pese a lo poco que hicimos, en Monterrico si pasó una de las cosas más importantes del viaje: por primera vez en la vida he metido los pies en el océano Pacífico. Y esta vez de verdad, no como aquella vez que estábamos en Florida y me lié con los mapas.
Antigua Guatemala
Para el final del viaje nos guardamos Antigua Guatemala, la ciudad que fue capital del país hasta que hartos de terremotos y erupciones se llevaron la capital a un sitio menos rodeado de volcanes.
Lo que mola de Antigua es que está reconstruída conservando la arquitectura y el estilo colonial; y mezclando entre calle y calle ruínas de cuando los españoles dominábamos esa parte del mundo y teníamos mejor gusto que Calatrava.
Además, Antigua es más pequeña y menos caótica que Ciudad de Guatemala, con lo que resulta más fácil moverse de un lado a otro y la sensación es de estar en un sitio mucho más seguro. En resumen, el sitio donde queremos ir los turistas.
Entre esas cosas que hacen un sitio guay para turistas está la comida, y en Antigua encontramos tres de nuestras mejores comidas: un desayuno típico con chocolate y las mejores judías de la historia (El Portón), un almuerzo en un japonés (Izakaya, y sí, lo típico de un español que vive en Canadá y va a Guatemala para comer en un japonés), y una cena en un restaurante de Chef en casona colonial que nos dejó impresionados (Angeline). Para postre, también hay un sitio de helados donde les gusta salirse de lo normal y hacen cosas como helado de plátano con jalapeño, delicioso.
Pero el punto fuerte de la ciudad es el comercio de Jade, una de esas piedras que sin ser «preciosa» luce mucho y además tenía significados especiales en algunas culturas prehispanicas. Con la tontería, mientras la cacho-novia miraba pendientes, collares, pulseras, abrecartas, broches y todas las cosas chulas que se pueden hacer con el jade, mi cacho-carne empezó a revolotear alrededor de los colgantes con los símbolos del horóscopo maya.
Era un tema con truco, porque mi cacho-carne ha llevado el mismo colgante desde más de diez años, y pese a saber que es el símbolo que aparece en el «libro mágico» de Embrujadas (una jodienda cuando lo que llevas al cuello es un símbolo celta que te han dicho que representa «el talento y la sagacidad de un trovador»).
Al final todo el mundo estuvo de acuerdo en que la descripción de Aijpu, el símbolo correspondiente al cumpleaños de mi cacho-carne según el libro gordísimo de la tienda, pegaba a la perfección… así que lo compramos y por tanto se puede decir que terminamos el viaje a Guatemala empezando una nueva era.
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