Como mandan las costumbres sociales de nuestra era, el otro día celebramos nuestra exitosa mudanza a nuestro nuevo hogar con su correspondiente visita al Ikea. Un sitio en el que hemos estado mil veces y que disfrutamos más de lo que me gustaría admitir… incluídas las albóndigas que todos conocéis y que ahora hacen también vegetarianas y de pollo. Es que les das una lámina de conglomerado y una llave allen y lo que te inventan.
Pero una visita al Ikea no sería merecedora de una entrada en el blog si no fuese porque esta vez la liamos. El fallo fue nuestro por ir a un Ikea distinto simplemente porque pilla más cerca de la casa nueva, pero la culpa es del Ikea porque, aunque no lo pone en ningún sitio, no todos los Ikeas son iguales. Lo parecen, pero no lo son. Nosotros nos dimos cuenta cuando no encontrábamos un armario que queríamos, preguntamos y nos dijeron «oh no, en este Ikea no tenemos todo expuesto, para eso tienes que ir a cualquier otro de la ciudad».
Eso, que no sería noticia en cualquier otra parte del mundo, en Norteamérica dispara todas las alarmas. En este lado del mundo la posibilidad de elegir es tan vital como respirar: quieres Oreos, sí, pero ¿cuál de las treinta variedades diferentes? ¿Qué quieres decir que sólo lo tienen en dos colores? ¿De verdad vas a un supermercado que sólo tiene ocho tipos de cereales? ¿Por qué existe un Ikea en el que no puedes ver todas las opciones de armarios existentes? Te están robando tu derecho a gastarte el dinero como tú quieras, y eso suena muy comunista y por tanto está muy mal visto aquí.
Ante tal revelación, y aunque ya habíamos recorrido medio laberinto del Ikea, nos pensamos muy seriamente mandarlo todo a la porra y cruzar la ciudad para ir a un sitio más civilizado. Pero al final, como ya estábamos bastante cerca de las albóndigas, decidimos quedarnos, y así es como acabamos comprando un sofá-cama que no cabía en el coche. Cosa de la que nos habríamos dado cuenta si ese Ikea fuese como Dios manda y tuviese todas las cosas en la tienda en vez de hacernos pagar en un edificio e ir a recoger las cosas a un almacén separado. Porque es muy fácil decir «uy, dos metros, eso bajando los asientos de atrás cabe seguro», pero hasta que no ves lo que ocupan dos metros de sofá-cama no te das cuenta de dónde te has metido (o mejor, dicho, de dónde lo tienes que meter). Lo dicho, fallo nuestro, pero culpa del Ikea.
En cuanto llegamos al almacén y nos dieron las cajas ya sabíamos que la habíamos liado, pero no queríamos admitirlo y pasamos unos veinte minutos intentando incrustarlas en el coche hasta que al final decidimos desistir y pedir socorro. Y no debemos de ser los primeros, porque en el almacén te apañan el envío a domicilio en un momento. Y si prefieres hacerlo todo tú mismo (al fin y al cabo es un Ikea) también tienen una especie de máquina expendedora para alquilar una furgoneta que un auténtico genio de una empresa de alquiler de coches tiene allí aparcada.
Nosotros optamos por la opción de que, puestos a pagar, mejor pagar un poco más y asegurarnos de que era responsabilidad de otro subir el sofá-cama hasta la habitación donde lo queríamos. Porque otra ventaja de los Ikeas normales es que antes de pagar tienes que demostrar que eres capaz de mover las cajas de un sitio a otro, y con lo que sufrimos intentando subirlo al coche creo que nosotros solos no habríamos sido capaces de subirlo hasta el tercer piso… básicamente porque a los mozos de mudanzas les costó Dios y ayuda y no se cortaron un pelo a la hora de cagarse en nuestra elección de mobiliario, terminando con un «sabéis que ahora venden muebles que vienen en varias piezas, ¿no?».
En cualquier caso, ya tenemos el sofá-cama que queríamos y donde lo queríamos. Ahora falta que venga alguien a estrenarlo.
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