Cuando el otro día os conté que nos habíamos mudado me guardé algunos datos importantes sobre nuestro jardín. Por ejemplo, que desde el primer día fuimos conscientes de que era también el jardín de un ratoncillo de campo (que no nos importaba demasiado) y de una rata (que ya impone más). La verdad es que al principio se nos pusieron los pelos de punta, pero pronto nos dimos cuenta de que ninguna de las alimañas intentaba entrar en casa, y cuando estábamos fuera la rata se cuidaba mucho de dejarse ver mientras el ratón se volvía loco intentando mantenerse lo más lejos posible. Vaya, que molándonos nada y cero es algo con lo que se puede vivir, y con lo que ya tenemos cierta experiencia. Si hasta les pusimos nombres: Rajoy a la rata y Harper al ratón.
No me malinterpretéis, que en cuanto vimos la rata ipsofactamente nos quejamos al casero/empresa que lleva el edificio, y a los dos días teníamos una «rat-box» instalada en el jardín y que supuestamente iba a acabar con la rata. Digo «supuestamente» porque ya se sabe que estas trampas para ratas están hechas para que tarden un tiempo en ahcer efecto y así cepillarse a todas las ratas posibles… pero un mes después Rajoy seguía saliendo a pasear por el jardín. Harper, en cambio, no aguantó ni tres telediarios.
El problema es que ahora que llega el frío y la lluvia los ratoncillos, que caben por cualquier agujerillo, entran en las casas. Así un día vimos que había cagarrutas de ratón por la cocina, y al cabo de unos días empezamos a ver a un ratoncillo aquí y allá, aprovechando que somos de esa gente que cocina todos los días pero no limpia a fondo tan a menudo. Como por más que alguno diga que los ratones no hacen nada la idea nos da bastante repelús compramos más trampas de ratón. Ahí a mi cacho-carne se le fue un poco la olla y compró un montón, y ya que las tenían allí mismo y eran menos de cinco dolarcillos compró también una trampa para la rata del jardín. Con miedo, porque por el jardín corretean ardillas que aunque aquí están casi tan mal vistas como las ratas no es plan de cepillárselas… pero bueno, siempre se podría hablar de ellas como daños colaterales y todos contentos.
Ese mismo día, viernes del fin de semana de Acción de Gracias, pusimos las trampas antes de irnos de juerga, y cuando volvimos nos encontramos con que las trampas de ratón estaban limpias de comida pero sin saltar, mientras la trampa de la rata había saltado y seguía teniendo comida, pero ni rastro de la rata. Al día siguiente hicimos exactamente lo mismo antes de irnos a la cena de Acción de Gracias en casa de la familia de una amiga, con exactamente el mismo resultado. Así que el domingo cambiamos la estrategia para pillar al ratón, y en vez de mantequilla de cacahuete pusimos unos pedacitos de queso bien enganchados en la trampa, para ver si así teniendo que tirar del queso hacía la hacía saltar. Como teníamos unas cortezas de queso bastante grandes se las pusimos a la rata sobre la mantequilla de cacahuete, ya puestos y por no tirarlas. Y ojo, que vaya quesos: cheddar y brie, nada menos.
Esa noche nos pusimos a ver Iron Man 3 en casa (en streaming, sí, pero legal y pagando), y al poco de empezar la peli oimos un prometedor ¡Chasck! desde la cocina. Y aunque habíamos pillado al ratón resulta que no estaba ni muerto ni atrapado, sino moribundo al lado de la trampa. Pero el muy puerco tan moribundo no debía estar, porque en cuanto se dió cuenta del percal empezó a correr que ni Usain Bolt con alas dando lugar a cuarenta minutos de jugar al pilla pilla debajo de la pila, detrás de la nevera y detrás de la estantería del salón. Pero al final conseguimos atraparlo, claro, que para eso somos la especie dominante y tenemos escobas y cajas de cartón.
En nuestra persecución ratonil le perdimos la pista un par de veces, así que en algún momento volvimos a montar las trampas para ver si era tonto y caía otra vez. Como al final no las usamos, por no desactivarlas mi cacho-carne decidió ponerlas alrededor de la trampa grande para ratas, a ver si así provocábamos una reacción en cadena que acabase con la rata en alguna de las trampas. Al salir mi cacho carne vio que la rata había vuelto a hacer saltar la trampa, y que seguramente asustada de haber visto la muerte tan cerca ni siquiera se había comido el queso que había quedado liberado. Pero cuando se acercó un poco más sucedió lo inimaginable: mi cacho-carne, con su pie desnudo protegido sólo por una chancla de las de dedo, piso algo grande y blando que, centrado en las trampas no había visto antes. Efectivamente, ahí estaba la rata. ¿El cadáver de la rata? No. La rata. Viva. Al menos estaba viva después de que mi cacho-carne la pisase, así que muy probablemente también estaba viva antes. Menos mal que a estas alturas no cabe duda de que mi cacho-carne tiene una flor en el culo que parece Keukenhoff en abril, porque a cualquier otro pringao la rata le habría le habría lanzado un mordisco y en el siguiente párrafo aprenderíais sobre hospitales toronteños y cómo vivir sin un dedo del pie.
Pero como digo, a rata debía de estar en bastante peor estado que el ratón después de caer en la trampa, porque no sólo no respondió al pisotón sino que tampoco huyó. Intentarlo parecía que lo intentaba, pero se ve que entre la trampa y el pisotón estaba muy perjudicada e incapaz de moverse más de unos centímetros cada vez. Y como cada vez se movía en distinta dirección, el caso es que se quedó ahí, en la puerta de casa, sobre nuestro cuadradito de césped. Como podéis imaginar la cosa no pintaba bien, así que llamamos al padre de la cacho-novia para saber qué cuernos hacen los toronteños cuando tienen una rata a medio matar en el jardín. Siguiendo su consejo llamamos al correspondiente servicio del Ayuntamiento, donde nos dijeron que ese marrón no era suyo, que los de control de plagas por menos de un mapache no salen de casa y que la responsabilidad era del casero. Así que llamamos al teléfono de emergencias de la empresa que gestiona el edificio, donde nos intentaron pasar con el servicio de seguridad de nuestro edificio, sin que nadie respondiese. Lo intentamos tres veces, y al final nos dieron el teléfono de los de seguridad directamente para que siguiésemos intentándolo nosotros. Pero que no, que era domingo por la noche y no vino ni Peter.
Bueno, lo de que no vino ni Peter no es del todo cierto. Mientras llamábamos para ver si alguien venía a encargarse de la rata moribunda del jardín vimos asomar la cabeza a otro ratón en la cocina. Empezábamos a sentirnos como en «Los Pájaros» de Hitchcock, con roedores. Pero llega un momento en que ya te da todo igual, y os recuerdo que estábamos viendo Iron Man. Así que montamos más trampas en la cocina para pillar al segundo ratón, echamos la cortina para no ver a la rata, y seguimos viendo nuestra peli.
LLevaríamos ya como tres cuartos de peli cuando volvimos a oir un ¡Chasck! en la cocina, esta vez con mucha más suerte porque no hubo que perseguir al ratón ni nadie le piso encima sin darse cuenta. Aprovechando el parón volvimos a llamar a la empresa del edificio, donde una tía la mar de borde nos dijo que «management ha marcado la situación como no emergencia» y básicamente que no iba a venir nadie. Que si yo estoy disfrutando de mi cena de Acción de Gracias y alguien me dice que tengo que ir a lidiar con una rata moribunda pero suficientemente viva como para darme un bocado y contagiarme la rabia yo también les mando a la mierda, pero os podéis imaginar que nos sentó como cuando pisas una rata descalzo. Sobre todo porque el día siguiente, lunes de Acción de Gracias, era fiesta y obviamente tampoco iba a venir ni Peter.
Como la tía fue bien desagradable, y n poco por ver si sonaba la flauta, volvimos a llamar al teléfono directo de los de seguridad del edificio, y por fin conseguimos hablar con alguien que dijo que venía a ayudarnos. A los pocos minutos teníamos en la puerta a un tío imponente (negro, no muy alto pero cuadrado, en traje con logo chungo de empresa de seguridad) preguntando por la rata. Le llevamos al jardín, dejando todos claro que nadie se iba a acercar a la rata a menos de un metro. Tras ver a la rata y analizar la situación nos preguntó si teníamos una pala. Le dijimos que sí (la del vecino, que nos la dejó cuando nos mudamos y aquí sigue), se la dimos y en dos golpes la rata pasó a mejor vida. El de seguridad se fue bajo una tormenta de agradecimientos y honores militares, nosotros limpiamos la pala para poder devolvérsela al vecino sin manchas que delaten para lo que la hemos usado, y por fin pudimos terminar de ver nuestra peli.
Durante la semana siguiente los del edifico mandaron a alguien a cerrar todos los posibles agujeros de entrada de ratones a la cocina, y prometieron también hablar con una empresa de control de plagas para lidiar con el tema de las ratas en el jardín. En casa no hemos vuelto a ver ratones ni nada que indique que alguno a encontrado la forma de entrar, pero parece que Harper no era el ratón que creíamos muerto sino una rata más pequeña que ahora es la heredera del reino de Rajoy. O, mejor dicho, era, porque ya la hemos liquidado con el mismo combo de trampa y golpes de pala, y sin pedir ayuda.
Como no se puede tener todo en esta vida, lo que hemos descubierto es que ahora que no están las ratas para poner orden las ardillas le han perdido el medio a esa esquina del jardín, y esa ya es una guerra a mayor escala. Y quien sabe, lo mismo si acabamos con las ardillas llegan los mapaches.
Y yo me pregunto por qué narices nos vamos de safari en sudáfrica, si más entretenido y con más vida salvaje que esto no puede ser.
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