Este verano acompañé a mi cacho-carne cuando se fue una semana con la familia. Sí, sólo una semana, pese a lo que su madre habría preferido. Durante esa semana fueron un día a Biarritz, Francia, un sitio en el que nosotros ya habíamos estado y del que pudimos confirmar dos cosas en este viaje.
La primera es que Biarritz huele a dinero. Las casas, el mobiliario urbano, los coches, la gente, la ropa que lleva la gente… es como el lugar de vacaciones de los Luxemburgueses, no digo más. La otra es que el mar de Biarritz es uno de esos siervos del demonio que, como un gato, se hace pasar por algo simpático para luego provocarte desgracias diversas. La primera vez que estuvimos en Biarritz mi cacho-carne y yo, durante el Interrail, una ola perversa empapó toda la ropa, toallas y mochilas, mientras otra ola se llevaba el colgante de mi cacho-carne dejándolo desnudo y sin suerte. Esta vez no bajamos a la playa, para evitar que el mar de Biarritz fuese capaz de demostrar otra vez su malicia. Lo que si hicimos toda la familia fue ir a la Gruta de la Virgen, uno de esos puntos que las guías turísticas subrayan y ponen en negrita.
Como se ve en las fotos de arriba, el sitio mola. Es un saliente que se mete en el mar, y en el que las olas rompen saltando con un montón de espuma empapando a la gente mema que se pone en el borde. Aunque algunos miembros de la familia pensaron que sería gracioso ir hasta ese borde, mi cacho-carne dijo “yo paso de empaparme, me parece muy tonto” y prefirió hacer fotos en otra parte del saliente a ver si pillaba de fondo una ola rompiendo. Y vive Dios que lo consiguió. Aquí tenéis la foto que le costó la vida a la cámara, que a los diez minutos de que una ola saliese del mar directamente hacia donde estaba mi cacho-carne dejó de funcionar por siempre.
Así que ahora toca buscarse una cámara nueva, pero antes quería rendir un pequeño y sentido homenaje a la que me ha acompañado durante cuatro años. Sí, puede que no sean muchos, pero en estos cuatro años mi cámara, mi cacho-carne y yo hemos corrido mil aventuras por Madrid, hemos ido a Estados Unidos y visitado Canadá, hemos hecho el Interrail, hemos ido a Londres, a Túnez y a París… y hemos vivido todo un año de Erasmus en Holanda (pasando por Bélgica, Francia, Luxemburgo, Alemania, Polonia y Suecia). Por eso me da pena tener que despedirme de mi Sony Cybershot DSC-P41, que tan buenos resultados ha dado por su módico precio.
Y aunque la foto que le costó la vida es súper molona, de haber podido elegir un momento para despedir la cámara me habría gustado que fuese el viernes pasado. Porque el viernes pasado una amiga le organizó a mi cacho-carne una fiesta sorpresa de despedida juntando a gente de diversa a la par que dudosa procedencia: el colegio, la universidad, el baloncesto, el Erasmus, su hermano y todo aquél a quien supo localizar. Una gran fiesta que, si no estuviese bastante muerto por dentro, me habría hecho romper en lágrimas, y que a mi cacho-carne le hizo mucha ilusión.
¿El motivo de la fiesta? Mi cacho-carne está mal de la cabeza. O le mola la aventura. O le va el rollo peliculero «me marcho a vivir a tu país». O el haberse pasado el año de Erasmus le ha hecho sentir una acuciante necesidad de conocer otros países, más gente y más culturas aprovechando el haber terminado la carrera y no tener un trabajo fijo aquí (ésta tiene truco, porque si planeas irte a 5.000km pues no buscas trabajo con mucho afán). O el haberse pasado un año de Erasmus en Holanda le ha mermado la capacidad racional y neuronal, volviendo a la primera hipótesis de que está mal de la cabeza.
En cualquier caso, yo estoy la mar de contento. No sólo porque el viernes nos vamos a vivir a Canadá (todo será que dentro de un mes volvamos humillante y deprimentemente), por la aventura, por tener cosas interesantes de las que hablar en este blog o porque la canadiense culpable de esta ida de olla me caiga bien y no haya intentando matarme nunca (cosa que la mitad de la gente que me conoce sí tiende a proponer), sino porque para tan magno evento he sido sometido a un proceso de lavado que me ha devuelto el blanco natural que ocho años de intrépida vida me habían robado. ¿Cómo cuernos iba uno a pensar que ir por todo el mundo con un calcetín en la mano haría que el calcetín acabase tan lleno de porquería?
Lo dicho, me voy a Canadá. Sí, ya lo sé… olé mis cojones.
Deja una respuesta