Por varias razones que no vienen al caso, los últimos meses de trabajo antes de empezar la baja de paternidad fueron una locura. Al trabajar desde casa todos los días por la cuarentena, hemos visto como mi cacho-carne ponía el culo en la silla a las nueve de la mañana (de hecho un poquito antes, para poder hacer diez minutos de meditación antes de atacar el día) y no salía de la «oficina» hasta las cinco de la tarde salvo para ir al baño y a la hora de la comida. Hasta el punto de que pasadas dos semanas tuvimos que ponerle en el calendario un «mental-health break» todos los días a media tarde como recordatorio de que había que salir a decir hola. Es uno de los motivos por los que tenía tantas ganas de empezar estos meses de cuidar al cachito-carne.
El nuevo día a día es un trabajo constante, con un jefe increíblemente exigente sobre todo con los horarios: un retraso de 15 minutos para comer, empezar la siesta, terminar la siesta o irse a domir por la noche se traduce en horas o un día entero de mala gaita. Y con un nivel de responsabilidad infinitamente más alto a cualquier cosa que haya hecho antes, porque la diferencia entre «si fallamos, perdemos el contrato» y «si fallamos, acabamos con el bebé en urgencias» es abismal.
Pero la recompensa también es constante. Incluso cuando pienso que no he parado en todo el día me respondo a mi mismo que bueno, los días en el trabajo tampoco tenía un minuto para mí mismo y ahora cuando estoy «ocupado» estoy jugando, llamando a los cacho-abuelos o de paseo por el barrio. Es que le da mil vueltas.
Aun así, la primera semana ha tenido muchas cosas que tenemos que ir ajustando, sobre todo en el tema de horarios y planificación. Porque no basta con decir «a las doce hay que comer» (en esta casa seguimos estrictamente horarios canadienses): para comer a las doce hay que tener hecha la comida a las doce, y eso significa media hora o una hora de preparación dependiendo del menú. Pero claro, el cachito-carne se levanta de la siesta entre las diez y media y las once, y si estás cocinando es imposible estar atento a sus aventuras y evitar que se abra la cabeza, así que para comer a las doce hay que empezar a planear y hacer cosas a las nueve y media… y así con todo. Clavar los horarios todos los días requiere mucha atención y algo práctica. Hacerlo además cocinando menús al nivel al que nos ha acostumbrado la cacho-wife va a requerir magía.
Ojo, que eso no significa que no haya tiempo para salirse del plan y hacer otras cosas. Estos posts en el blog son una muestra de ello, como también lo son otros proyectos como instalar el asiento de la bici del cachito-carne u organizar el sótano.
O celebrar San Isidro.
De todos los planes que hicimos para nuestro viaje a España, el primero que quedó confirmado fue pasar el puente del quince de Mayo en Madrid para ir a San Isidro. Porque si os acordáis yo no conocí la pradera hasta bien entrada la adolescencia, pero desde entonces cuando llega Mayo soy más chulapo que una parpusa. Hasta el traje de chulapo deja de parecerme soso y quiero ponerme un chalequito. Esto es en parte por mi teoría de que los que vivimos fuera nos volvemos más tradicionales, pero esa chapa os la doy otro día.
Éste iba a ser el primer San Isidro del cachito-carne en la pradera. Por eso había todavía más ganas de ir, y por eso ha sido un recordatorio un poco más doloroso de que teníamos planeado un viaje estupendo que se ha ido a la porra (junto con tantísimas otras cosas) por culpa del Covid-19.
Pero hay que mirar siempre el lado positivo, y si el cachito-carne no puede ir a San Isidro se trae un pedacito de San Isidro a Toronto. No lo podéis ver en la foto porque le tapamos la cara, pero está más feliz que una perdiz. Y si él está feliz, sus padres y este calcetín más todavía.
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