Canadá tiene varios símbolos, cosas de esas que las ve cualquiera y sabe de qué país estamos hablando. El más conocido es la hoja de arce de la bandera, y también es fácil reconocer como canadiense a los castores (que, por cierto, casi ponen uno en la bandera… menos mal que se decidieron por la hojita porque habría sido más difícil tomárselo en serio en las reuniones del G8), las señales de que hay muses por la carretera, la policia montada y cualquier cosa relacionada con el hockey sobre hielo.
Pero al poco de vivir aquí empecé a ver otro símbolo, menos conocido viniendo de fuera a la vez que lleno de significado para quienes vivimos aquí: la silla muskoka.
La silla muskoka es la silla típica de los cottages, que vienen a ser las casas de verano y de fin de semana de los canadienses. Esas que están en mitad del bosque o al lado de un lago (o las dos cosas) a las que vas para relajarte y disfrutar de la vida, o para hacer una fiesta parda y disfrutar de la vida igualmente (hasta que viene la resaca a darte capones, que eso se disfruta menos).
Yo he querido tener mi propia silla muskoka desde que las conozco, porque soy muy de disfrutar de la vida y la silla además es de lo más cómodo que hay para sentarse. Pero como son bastante grandes y bastante más caras que un taburete del Ikea la verdad es que es difícil justificarla para vivir en un apartamento de la ciudad.
Y ahí es donde entra tener un cacho-novia canadiense que hace de cada cumpleaños algo épico: en Julio, de la noche a la mañana, pasé a tener 31 años y mi propia silla muskoka.
Eso sí, hemos aprendido que estas sillas hay que ganárselas durante el montaje. Ahí es cuando te das cuenta de la genialidad del Ikea de mandarte cosas que, aunque lo mismo están hechas de cartón, las montas en una tarde porque te traen instrucciones para gente que no ha visto un tornillo en su vida.
Lo primero que tuvimos que hacer fue un estudio de carpintería para saber qué barniz, aceite o producto teníamos que usar para acabar la madera y que aguante hasta que la muerte nos separe (que la muerte de la silla nos separe de la silla, se entiende). Además de cuánto barniz poner, cuándo y cómo. Al final la respuesta fue «aceite danés después de montarla».
Esa parte nos llevó una semana entre vídeos de YouTube, visitas a tiendas de bricolaje y repaso a las discusiones más intensas en los mejores foros de internet sobre carpintería (es una pregunta que se hace todo el mundo y que no tiene respuesta fácil).
De ahí pasamos a jugar a «descifra el Código DaVinci, versión avanzada» con las instrucciones. Que vale que es un poco más complicada de lo normal porque es una silla plegable (puntazo, que así se puede llevar de un sitio a otro), pero es que la hoja que nos mandaron era la fotocopia de un fax de un original montado con una imprentilla casera.
Era tan difícil de leer que mandamos a la fábrica un correo electrónico para ver si tenian una versión más clara. Pero casi fue peor, porque sí que tenían una versión más fácil de leer… pero es que los pasos a seguir eran distintos (que puede pasar, con los años encuentran una forma mejor de hacerlo) y hasta la lista de piezas que forman la silla era distinta. Y la verdad es que todo esto sólo habría supuesto más horas pasando el rato y bebiendo cervezas con la excusa de estar montando una silla, pero había otras dos cosas que jugaban en nuestra contra.
La primera, que queríamos tener la silla montada y disponible para cuando llegasen mis padres al final de la semana (no sólo para que la viesen, también para que hubiese sillas para todos que andamos escasos). Y la segunda mi propia ansiedad por montar la silla perfecta para que los arequólogos de dentro de 300 años la encuentren en perfecto estado y estudien cómo disfrutábamos de la vida. Cosa que, sin haber montado una silla en mi vida, es complicada.
Por suerte, la cacho-novia tomó el control de la situación, nos mandó a la cocina con un «tú haz algo para cenar y ya me encargo yo de esto» y gracias a ella conseguimos tener la silla montada a tiempo.
Al principio la dejamos un par de semanas en el salón (donde sirvió para demostrar que nos vendría bien un sillón más en esa esquina), porque no habíamos tenido tiempo de darle el acabado de aceite danés y sobre todo por miedo a que a los mapaches también les pareciese una silla muy cómoda o muy mordisqueable antes de que nos diese tiempo a disfrutarla.
Pero el destino de una silla muskoka es estar al aire libre, así que después de darle el aceitillo (que la ha dejado de un color precioso) la sacamos al patio y ahí vive a tiempo completo esperando a que salgamos a disfrutar de la vida con unos amigos, la barbacoa y unas cervecitas. O a trabajar cuando no voy a la oficina.
Cuando vengáis prometo dejaros prabarla un rato.
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