El mes pasado la cacho-novia se fue tres semanas de vacaciones a Tailandia, dejándonos a mi cacho-carne y a mí en Toronto. Hacía años que no estábamos tanto tiempo solos, así que para no aburrirnos y salir por ahí activamos el “modo Erasmus”: decir que sí a todos los planes.
Así quedamos con los españoles de Toronto varias veces, nos tomamos las pintas de Guinnes de San Patricio en un irlandés como está mandado… y nos levantamos un sábado a las siete de la mañana para meternos en un coche con dos semi-desconocidos (Pedro y Bruno) y salir a descubrir paisajes de Canadá. Tranquila, mamá, que si estás leyendo esto es porque hubo suerte y no son mala gente.
El día salió malo, de esos con niebla y lluvia todo el rato, por lo que nuestra primera parada del día, Lake on the Mountain, quedó un poco sosa. Salimos del coche, Pedro (que ya había estado allí antes) dijo “esto, en verano, precioso” y nos volvimos a meter en el coche. Allí ni se veía nada ni estaba el tiempo como para darse una vuelta. Pero reconozco que tiene buena, y eso de tener un lago en lo alto de la montaña y otro ladera abajo tiene su gracia. Eso sí, yo esperaba algo tipo Lagos de Covadonga y esto es mucho menos impresionante. Las montañas de Ontario, que son muy poco impresionantes.
Como lo de Lake on the Mountain había quedado un poco soso, Pedro quiso compensarlo antes de comer metiendo el coche en una piscina de barro de la que casi no salimos. Nada como empujar un coche y ponerse bien de barro para abrir el apetito. Pero el esfuerzo tuvo recompensa: chorizo, queso, filetes empanados, pan casero, pastelillos portugueses… la verdad es que nos marcamos un picnic dominguero de libro, y bien a gusto.
Después de comer seguimos hasta Kingston, que me sorprendió bastante. No es que tenga mil cosas que ver, pero el centro histórico está tan bien que en algunas calles te sientes como en un decorado de televisión. Además es ciudad universitaria, lo que significa que tiene que haber al menos una universidad decente y varios bares de primera. Y desde Kingston estás a medio camino de Toronto, Ottawa y Montreal que es básicamente todo lo importante que hay en este lado de Canadá.
Pero lo mejor del viaje llegó al final: Wolfe Island. Supongo que en verano es un lugar estupendo para pasar el día, pero incluso en invierno hay tres cosas por las que merece la pena ir:
- Los molinos de viento. No son como los del Quijote, son de los de crear energía eólica, pero si vas con dos ingenieros ya te digo yo que se les cae la baba de poder acercarse hasta la base misma y tocarlos. Y la verdad es que tiene su aquel y las salen unas fotos bastante chulas.
- Ver la frontera con Estados Unidos cerrada “a la canadiense”: ponemos un cartel y una montaña de nieve y ya no hace falta ni guardia ni nada.
- El ferry. Cuando me dijeron que había que coger el ferry no se me ocurrió que en marzo lo mismo el lago todavía está congelado, pero sí. Y la experiencia de ir en un barco rompiendo el hielo es impresionante, y pese al frío ahí estábamos todos los turistas asomados por la borda y haciendo fotos. Y si a eso le sumas un calcetín y un teléfono con cámara de video y slow motion, pasa una de las cosas más grandes que se han visto en este blog.
Deja una respuesta