Si, tranquilos que con este post ya termino de contaros el viaje a Sudáfrica. Aunque si os habéis leído todos los artículos (éste es el décimo, que se dice pronto) entenderéis que tamaña aventura merece ser contada y recontada. Pero no os lo alargo más, vamos al turrón.
Cuando una pareja lleva cuatro años viviendo por su cuenta, pasarse dos semanas durmiendo en el suelo de la habitación de Diego se puede hacer un poco cuesta arriba. Por muy colega que se sea de Diego y bien que huela su habitación pese a la mucha gente dentro en pleno verano africano. Y cuando llevas un tiempo viviendo por tu cuenta, en Sudáfrica o donde sea, tener dos semanas enteras a una pareja de acoplados (y un calcetín) en tu cuarto también se puede hacer duro. Por majos, nada roncadores que sean y todo lo que tú quieras.
Así que, para ayudar a que al final del viaje todos siguiéramos siendo amigos, la pareja y yo nos organizamos una escapada romántica de un par de días a Franschhoek y Stellenbosch, que son dos municipios en un valle muy coqueto a una hora escasa de Ciudad del Cabo. Como ya expliqué al hablar del parque nacional de Table Mountain, resulta que Sudáfrica tiene un microclima muy parecido al mediterráneo, y justo en este coqueto valle se dan las condiciones perfectas para producir vino del bueno. Y claro, como el vino atrae turismo de gente bien ahora el valle está también plagado de restaurantes de nivel, y gracias la combinación de buen comer y buen beber el valle coqueto se ha convertido en la capital gastronómica de Sudáfrica. Vamos que es el sitio perfecto para una escapada romántica.
Nuestro fallo fue no mirar el calendario, porque con una puntería increíble nos guardamos para la escapada el fin de semana de San Valentín. Así que muy romántico todo, pero también lleno de gente como el metro en hora punta y encontramos habitación de puro milagro. Bueno, puro milagro con un poco de sucia ayuda terrenal, que como el resto del viaje nos salió bastante bien pudimos aumentar el presupuesto para la escapada y contentarnos con una habitación que te cagas. Por conservar la amistad de Diego lo que haga falta, oye.
Nuestra primera parada fue una de las bodegas. Como digo, tanto en Franshhoek como en Stellenbosch hay varias y es difícil elegir, pero creo que tuvimos bastante suerte con nuestra elección: Haute Cabriere, que es famosilla por hacer el vino espumoso Pierre Jourdan. La bodega en sí no la pudimos visitar (todo reservado, horarios que no cuadran…), pero está claro que acertamos porque hacer una cata de vinos con semejante paisaje lo vale todo, y más cuando la bodega está en una cueva con una entrada digna del mejor barrio de Hobbiton y pasan cosas espectaculares como ésta (dadle al play!):
Para encontrar restaurantes donde ponernos las botas también tuvimos problemas. Para comer el primer día la cacho-novia se las apaño para convencer a la gente del La Petite Ferme de que éramos sólo dos y que podíamos comer bien temprano, como los guiris, así que nos hicieron un hueco. Y la verdad es que, aunque comimos bien, esperábamos más del restaurante después de lo que habíamos leído y el suculento menú. Ni siquiera pudimos probar más de un vino con la comida porque del primero que pedimos nos pusieron unas copas gigantescas (que no es algo de lo que me guste quejarme, ojo). Lo que sí nos gustó mucho fue la finca y los viñedos.
De ahí fuimos a buscarnos la vida para cenar. Con la tontería de San Valentín ahora sí que estaba todo hasta arriba y no hubo forma de convencer a nadie, así que nos pateamos el pueblo de arriba a abajo viendo a ver si encontrábamos algún sitio menos mundialmente famoso pero coqueto y resultón. Como no conseguimos escoger uno, decidimos irnos a tomarnos una copa de vino mientras pensábamos al «lounge bar» del Le Quartier Français, cuyo restaurante principal, The Tasting Room, viene siendo el mejor restaurante del valle y uno de los mejores cincuenta del mundo. Ya he explicado que el lujo en Sudáfrica es relativamente asequible y uno puede estirar su sueldo europeo o norteamericano para darse estos gustazos.
El caso es que al final pasamos allí la noche entera. Porque en la terracita se estaba muy a gusto, porque el vino era estupendo y nos ponían de tapa unas palomitas de maíz probablemente hechas por Dios mismo, y porque nos atendía el camarero más majo, simpático, atento y servicial que he visto en mi vida. Imaginad esas películas de época con los ricachones británicos yendo de «aventura» a África, con esos camareros negros que son todo simpatía y una sonrisa enorme, y que además lo saben todo y hasta el momento exacto para traerte otro manjar o copichuela. Pues igual pero más simpático, con una sonrisa más grande, sabiendo más cosas y cuidando más los detalles.
Entre esos detalles, el más elegante fue el de la cata de vino. La cacho-novia, que es la que escoge los vinos que nos bebemos salvo si es para sangría, tinto de verano o kalimotxo, no sabía qué pedir. El camarero le preguntó qué tipo de vino quería, la cacho-novia lo describió… y el camarero volvió con tres copitas para que la cacho-novia pudiese probar los tres y escogar el que más le gustase. Entre eso y que al traernos lo que pedíamos nos dejaba con un «spoil yourselves» la verdad es que nos sentíamos especiales (haciendo oídos sordos cuando les decía lo mismo a los de las otras mesas). Así que acabamos pidiendo algo de picotear. Como era el menú de aperitivillos de la terraza, nada exagerado: una tabla con quesos, fiambres y «cheesecake oreos» (suena raro, pero está de muerte); bollitos de wildebeest (un antílope de esos que no conocemos); y de postre helado de bollo de canela. Al final entre el sitio, el camarero, la comida y el vino yo creo que lo pasamos mejor que si hubiésemos podido entrar al restaurante.
A la mañana siguiente, como la habitación no incluía desayuno, nada más levantarnos y pasar un rato en la piscina con un cafelito nos fuimos de cara a otra bodega: Mont Rochelle. Nunca antes me había desayunado una cata de vinos con una tabla de quesos, y la verdad es que, sin menospreciar mi querido Cola-Cao, no sienta nada mal. Por ponerle una pega, quizá el vino de 15% lo deberían servir sólo después de las tres de la tarde.
Para rematar la escapada romántica nos fuimos a Stellenbosch a probar los vinillos de otra de las bodegas más conocidas: Tokara. Aquí se nota que tenían dinero y un arquitecto para montar un pedazo de edificio impresionante entre los viñedos y los olivos. Sí, olivos. Resulta que Tokara hace un aceite de oliva y unas aceitunas de impresión. Nivel «esto es un español que va a Sudáfrica y compra aceitunas para llevarse a Canadá», no digo más.
Con eso, después de reposar un rato, ya nos volvimos a Ciudad del Cabo. Quiero hacer notar que, aunque no lo parezca y cuente la historia en plan loco, en todo momento pusimos exquisito cuidado en no ponernos a conducir sin estar en perfectas condiciones para ello. Comimos, bebimos agua, paseamos los viñedos a conciencia y dedicamos todo el tiempo necesario a hacer fotos para asegurarnos de no arruinar el viaje absurdamente. Yendo con más tiempo, y sobretodo sin ser San Valentín y tenerlo todo ocupado, merece la pena hacerse los tours en bicicleta o a caballo para no tener que coger el coche.
Y para terminar este post, y con él el repaso a nuestras aventuras en Sudáfrica, nada mejor que un brindis parafraseando a todo un presidente de Gobierno, ¡viva el vino!
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