Hace un par de semanas mi cacho-carne, su novia y yo fuimos a visitar Buffalo, una de esas ciudades míticas de las pelis americanas. La verdad es que nosotros cumplimos con creces nuestros humildes objetivos, pero por lo demás la ciudad fue una auténtica decepción. Y eso que al parecer es la segunda ciudad más grande de su estado, después de la mismísima Nueva York.
La ciudad estaba completamente muerta, y paseando por la calle un sábado a las 8pm nos sentimos como si fuesen las 4am del vigésimo octavo día del apocalipsis zombie. Pensaréis que exagero, pero os equivocáis. Por la calle no había ni gente a la que preguntar dónde estaban los bares, la mayor parte de las tiendas y negocios estaban completamente cerrados y cuando llegamos a la calle con bares nos los encontramos todos vacíos. Ni siquiera la gala benéfica de nuestro hotel, que juntaba a la crème de la crème de la sociedad bufaleña en una subasta de árboles de Navidad a (2000 dólares el arbolito), duró más de una hora.
Tan sosa estaba Buffalo que acabamos volviendo a la única tienda que vimos abierta a comprar cervezas y patatuelas para acompañar la cena del servicio de habitaciones del hotel y no salir hasta que hubiese luz del sol y, con suerte, algo de vida. Por cierto que el tío de las cervezas llevaba tanto tiempo sin ver gente que dijo que mi cacho-carne aparentaba mucho menos de los 21 años exigidos en ese lado de la frontera para comprar alcohol.
El único momento en que encontramos un poco de actividad fue cuando, como polillas, andamos hacia las calles con luminosos encendidos. Ahí, al lado del cine (cerrado) y algunas tiendas (cerradas) había lo mismo veinte personas obsesionadas con el concierto de la Dark Star Orchestra que se celebraba en el único local abierto en toda la calle. Nos acercamos a ver si podíamos entretenernos un rato, y lo único que conseguimos fue que nos preguntasen si teníamos entradas para la reventa y la típica mirada de «en este pueblo no nos gustan los forasteros» cuando quedó claro que no teníamos ni idea de quién es la Dark Star Orchestra (tras mirarlo en Wikipedia, un nombre muy chulo para un grupo que no me atrae en absoluto).
A la mañana siguiente preguntamos en la recepción del hotel dónde podíamos ir a desayunar, y tras conducir cinco minutos por aquellas tan desiertas como la noche anterior llegamos a lo que sólo puedo describir como un greco-dinner y que resultó ser muy típicamente americano todo (los camareros, los comensales, el ambiente…) salvo porque entre las típicas opciones de brunch americanas te plantaban un souvlaki de cordero. Después de eso nos volvimos a Canadá.
Pero vamos con la lista de cosas que sí se pueden hacer en Buffalo, para que entendáis por qué nos plantamos nosotros allí y por qué volvería a semejante tostón de sitio.
Los Outlets de Buffalo
Si viviéseis en Ontario no tendría que explicaros que los outlets de Buffalo son la releche. Un centro comercial gigantesco con tiendas de todo tipo y precios de risa, porque se junta que son outlets, que los impuestos americanos son más bajos y que últimamente el dólar canadiense la da capones con la barbilla al estadounidense.
Las Buffalo Wings
Pese a tener estudios y ser relativamente avispado, yo soy de los que tardó años en enterarse de que los guiris llaman buffalo wings a las alitas de pollo por esta ciudad y no por el gigantesco mamífero. Así que en cuanto me enteré de que existía la posibilidad de ir a Buffalo puse sobre la mesa una única exigencia, que era comer las alitas de pollo más famosas del mundo. Pese a que fuera todo estaba cerrado (y el único sitio al que entramos no tenía alitas, ya es mala suerte), cuando decidimos cenar en la habitación del hotel ya sabíamos que el menú tenía buffalo wings así que fuimos a tiro hecho. Y no podíamos haber escogido mejor. Las alitas de pollo de Buffalo son de lejos las mejores que me he comido nunca y seguramente la única razón por la que volvería a la ciudad de Buffalo. Perfectas por dentro y por fuera, en el punto justo de picante y con la salsa perfecta para acompañarlas.
Aunque tengo que reconocer que el escenario ayudaba. Estábamos en una habitación gigantesca en la última planta de uno de los edificios más altos de la ciudad, bebiendo cerveza y comiendo patatas fritas y alitas de pollo en la cama. Lo disfrutamos, pero también nos sentimos un tanto Paris Hilton con esta mezcla de estilos de vida classy-trashy.
Coger el Tranvía
O para ser exactos, esperar al tranvía en una de sus estaciones. Como estaba todo que daba un poco de miedo caímos en la sosería bufaleña y no hicimos ni una sola foto. Pero hay que reconocer que arquitectónicamente Buffalo es una ciudad bastante bonita, y las estaciones del tranvía son lo mejor que tienen. Cada una parece un pequeño carnaval parisino del siglo XIX, y tienen incluso música.
El permiso de residencia de mi cacho-carne
Pero si hay un motivo por el que fuimos a Buffalo es que por fin hemos terminado el proceso de inmigración, y mi cacho-carne tenía que salir del país para volver a entrar en Canadá como residente oficial. Como os podéis imaginar ya podíamos haber ido al Pozo del Tío Raimundo que habríamos disfrutado igualmente del viaje, del momento en que se acaba la espera y la incertidumbre y empieza una nueva etapa en nuestras vidas. Pero Buffalo está muy cerca de Toronto y así aprovechamos para deleitarnos con las alitas de pollo y comprarle a mi cacho-carne algo de ropa de trabajo en los outlets, que falta le va a hacer ahora.
Cierro este post con la foto de nuestro banquete de celebración, y que además es la única foto que hicimos en todo el viaje.
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