Como si fuese mi propia madre, uno de los temores asociados al hecho de abandonar el hogar familiar para irme a vivir solo era la comida. Tras toda una vida acostumbrado a que te den de comer, a que se encarguen de que tu dieta sea equilibrada y te griten para que te acabes las cosas que no te gustan sólo porque son buenas para tu salud, llega el momento de valerse por uno mismo durante todo el proceso: desde ir al mercado hasta fregar el último tenedor. Quizá por eso, para dejarme un poso de buenas ideas en el cerebro, justo antes de irme de casa me leí Fast Food Nation y me vi Super Size Me. Y desde entonces ya llevo solo tres semanas y he pasado unicamente por un restaurante de comida rápida, y alucino con el buen trabajo de los creativos y diseñadores con los que han trabajado en ambas historias (fijaos en las fotos).
Fast Food Nation ha pasado un poco desapercibido, incluso aunque ahora también tenga su peli-documental. El libro no sólo cuenta lo malo malísimo que es comer en un McDonald’s o en prácticamente cualquier restaurante de comida rápida, sino que indaga un poco más en toda la mierda que lleva cualquier tipo de comida procesada (una cita dice que dada la cantidad de mierda –textual, debido a cómo se despiezan los animales- que hay en la comida procesada “sería más higiénico comer sobre la taza del váter que sobre el fregadero de su cocina”) y, en la parte más densa, toda la problemática político-económico-social de la industria cárnica estadounidense.
Y la verdad es que si la parte de la mierda en la comida asusta, la parte de la política es para salir corriendo y cambiarse la nacionalidad si eres estadounidense. Saber que el Departamento de Sanidad norteamericano no puede retirar comida contaminada de los supermercados (puede hacer “recomendaciones” a los productores) gracias a las leyes que han conseguido crear los lobbies de esta industria; que la comida de los colegios de los comedores es la que no pasa los controles de calidad de los restaurantes de comida rápida; y que a su vez en los restaurantes de comida rápida no resulta demasiado complicado encontrar carne contaminada de Salmonella o Escheriquia Coli, dos bacterias muy capaces de matarte… ya os digo que como para ir al comedor del cole por la mañana y cenar en el burger. Y junto esos dos temas porque resulta que Estados Unidos se gasta más dinero al año en comida rápida que en enseñanza. Te cagas del poder de las empresas relacionadas con la comida rápida (de ahí lo de Fast-Food-Nation).
Además, el libro te va contando historias personales, con lo que el concepto de que se superponen los intereses económicos a cualquier otra cosa provocando que mucha gente desmembrada en las máquinas para la carne a cambio de un salario que apenas da para vivir se traduce en la vida real de un marginado que durante años se deja la vida en una empresa cárnica. Cuando digo “se deja la vida” hablo de lesiones de espalda, una pierda destrozada, los pulmones quemados por usar productos químicos, ser atropellado por un tren y, aunque el tío sigue confiando en la empresa que ni siquiera le paga un médico de verdad, la empresa le despide porque desde la primera lesión le ha ido poniendo en tareas más peligrosas para que él dimita pero no lo han conseguido.
Eso sí, no todo el libro es semejante pesadilla. También hay historias interesantes, como el nacimiento de McDonald’s, algunos trapicheos políticos… y entre lo realmente cachondo anécdotas como que las patatas de McDonald’s o los McNuggets tienen componentes de vacuno, con lo que los hindús y los vegetarianos se agarraron un buen cabreo. Para los vegetarianos fue una perrada, pero en la India, donde comer vaca condena tu alma, se montó un buen pitote. Y también está muy bien la parte sobre cómo se consigue que la comida tenga el sabor que tiene: todo gracias a la química.
Super Size Me es bastante más famoso, quizá porque supuso un ataque directo y frontal contra McDonald’s en un momento delicado para la hamburguesería y demostró a lo bruto (porque hay que ser bruto, machote) lo que muchos teníamos ya en mente. La idea es de un tipo de New York que decide hacer un experimento sobre su propio cuerpo y alimentarse exclusivamente de productos del McDonald’s durante 30 días, incluida el agua mineral. Pese a que aparentemente no debería resultar algo mortal (aunque sí muy malo), antes de empezar el tío se hace revisiones con los médicos que le van a seguir de cerca durante el experimento, y el resultado es que está más sano que una manzana, y que los tres médicos auguran que suban el peso y el colesterol, pero nada más.
Siento tener que destriparlo un poco porque odio los spoilers, pero a los veinte días el médico le dice que la tensión está fatal, que su hígado está destrozado y que debería dejarlo antes de morir. Aun así él aguanta los treinta días. Luego te cuentan que pasa 8 semanas hasta que sus funciones vitales vuelven a la normalidad (¡incluida la potencia sexual!), y 14 meses en recuperar su peso inicial (había ganado 11 kilos). Vamos que casi la espicha por culpa de las hamburguesas.
No todo es verle comer. Al igual que en Fast Food Nation el colega va haciendo entrevistas a la gente,con lo que te enteras de que en Estados Unidos venden vasos de refresco de 2 litros que han obligado a agrandar los posavasos en los coches, o que hay un tío que se come seis Big-Mac al día y resulta que ni siquiera está como un león marino. Y aquí también entrevistan a los de los colegios, donde gente de buena fe reconoce que la comida es la peor que encuentra el Gobierno porque no tienen un duro.
Y probablemente esa sea la parte más chunga de estos dos escalofriantes documentos. Entre las leyes que han conseguido sacar los lobbies, las técnicas de marketing híper-agresivo y la inocencia de los niños el sistema educativo estadounidense apesta. Como no hay dinero para comida, lo que ponen en los comedores es tan nocivo como masticar un trago del Manzanares; como no hay dinero para todo lo demás, las empresas de comida subvencionan los programas escolares a cambio de llenar los pasillos de máquinas de comida rápida y refrescos; como los niños son fáciles de convencer y tienen poder sobre sus padres, la mayor parte de la comunicación comercial va dirigida a ellos.
La idea es hacer que los niños se acostumbren a esos sabores, con lo que al crecer asocien esas porquerías con su feliz infancia y sigan consumiendo y consumiendo hasta la saciedad. Y obviamente con esas tres vías lo consiguen, porque Ronald MacDonald es tan reconocido entre los niños como Mickey Mouse. Incluso los “Playland” de los restaurantes fueron ideados como pequeñas “Disneylandias” para atraer más a los niños y decir “mira, si viene a hacer ejercicio”.
Así que os recomiendo encarecidamente que prestéis atención a los dos documentales. Como podéis entender yo ahora tengo un odio enorme a las comidas rápidas y procesadas, y al menos tengo la suerte de que me gusta cocinar y no se me da mal… y seguramente después de este año se me de bastante bien, ya que aparte de los temas de salud tengo que resaltar que con lo que me cuesta comer un día fuera como en casa cinco días (y más rico y sano); y la vida Erasmus no se caracteriza por las facilidades económicas.
Bueno, este ha sido mi granito de arena para que pensemos en lo que comemos. Si a alguien le ha resultado demasiado largo, denso y gafapasta lo siento, pero los calcetines creemos que a veces hay que intentar hacer del mundo un sitio un poquito mejor. Para que conquistarlo merezca la pena, claro.
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