Ya he dicho alguna vez que en Toronto el invierno no es lo que uno espera de Canadá. No hace mucho más frío o nieve que en cualquier pueblo de Castilla y León, y además las casas está mucho mejor preparadas y ya aprendí en Ottawa cómo vestirse para el invierno en Canadá. No es que me guste especialmente sentir cómo se me congelan los mocos en el bigote o tratar de recordar los primeros sintomas de congelación cuando llevo un rato con los pies entumecidos, pero creo que el frío es una parte fundamental de la experiencia canadiense. Y además, como hace menos frío en Toronto no vemos casi nieve, y eso ya es más triste.
El caso es que yo siempre digo que el verano es de horteras, y que si queréis venir a verme le echéis testiculina y os vengáis en invierno. Sí, habrá ratos duros y puede que alguno os volváis con un recuerdo imborrable en forma de frostbite o un dedo menos, pero os aseguro que no habéis visto nada igual. El hermano de mi cacho-carne fue el primero en atreverse hace ya cuatro años, y como sigue vivo (y sin secuelas) estará encantado de contaros la historia del día en que nos pilló una tormenta de nieve brutal en Montreal y éramos los únicos tontos en la calle porque en la vida habíamos visto nada igual y no parábamos de jugar y hacernos fotos.
Así que cuando empezó a planearse la visita de los padres de mi cacho-carne yo esperaba que pudiese ser también en Navidad, aunque eramos consciente de algunas dificultades (¡serían sus primeras vacaciones invernales desde que empezaron a trabajar!) y nos estaban ocultando otras (en otoño el médico le dijo a la madre de mi cacho-carne que tenía las rodillas para hacer chopped con ellas). Al final los planetas se alinearon divinamente y todo salió a pedir de boca, empezando porque nadie se rompió nada ni se congeló ninguna parte del cuerpo, que no es poca alegría.
Lo gracioso es que cuando estabamos organizando todo el viaje los anuncios sobre la climatología auguraban otra Navidad sin nieve en la zona de Montreal (que es donde íbamos a estar), así que imaginad la sensación cuando empezamos a ver todos los avisos de nevadas enormes que culminaron cuando se batió el récord de nieve caída en un día en Montreal. Hasta nuestra familia quebecois no paraba de decir que era una Navidad espectacular y que habíamos tenido una suerte increíble si lo que queríamos era ver nieve. Y vaya si queríamos.
En las fotos podéis ver lo que es un grupo de niños que nunca en su vida han visto la nieve. Hicimos todas las fotos posibles, salimos a andar para llegar a más sitios increíbles donde hacer más fotos, y dedicamos toda una tarde a quitar nieve de los tejados y abrir caminos por el jardín. Estuvimos tres días construyendo y mejorando un tobogán para tirarnos en trineo, y por supuesto todos (absolutamente todos) nos tiramos en trineo hasta que la nieve se nos colaba en la tercera línea de ropa interior. Y también disfrutamos absurdamente de tener que desenterrar los coches de la nieve para poder ir a cualquier parte, o de limpiar la nieve de la entrada (aquí el padre de mi cacho-carne a sorprendido a los locales por su buen hacer en la tarea y sobre todo por su entusiasmo y ganas de repetir cada día).
No me cabe ninguna duda de que pasarse en este plan cuatro meses tiene que ser un dolor, pero para nosotros fue una semana increíble. Y la mayor parte de la culpa de lo mucho que disfrutamos no la tiene la nieve, sino nuestros anfitriones. Los in-laws de mi cacho-carne (padres, tíos, primos, tías-abuelas, etc.) nos trataron de maravilla, y eso que tuvimos que superar la importante barrera idiomática: los in-laws hablan francés, nosotros español, mi cacho-carne y su novia hablan en inglés, el padre de mi cacho-carne se maneja en inglés pero la madre sólo entiende algo de francés… y un día también vino un italiano que sólo habla italiano. Dalí, el perro tan salao de las fotos, es ahora totalmente trilingüe.
Pero hay que reconocer que para superar esa barrera el vino ha ayudado mucho. De la tan inagotable como excelente bodega de los padres de la novia de mi cacho-carne no dejaron de subir botellas de vino y licores exquisitos para acompañar una noche tras otra cenas dignas de restaurante de estrella Michelín, donde a los españoles sólo nos dejaron contribuir con unas croquetas y una paella. Bueno, con eso y que los padres de mi cacho-carne llegaron a Canadá cargados con kilos de delicatessen ibéricas: jamón, chorizo, salchichón, queso de tetilla y turrones como para montar una tienda. Parecía el equipaje de una peli de Pajares y Esteso, pero la realidad es que con eso y un par de buenos vinos (en este caso Riojas y Pedro Ximénez) conquistamos el mundo.
En resumen, unas vacaciones inolvidables. Y volviendo al tema de la nieve, si desde tu casita en la sierra pensabas que sabías lo que era el invierno lo siento, pero no sabes nada. Y ojo, que a mí también me queda mucho que aprender. Todas las historias y fotos de este artículo son de tres de las ciudades más al sur de Canadá (Montreal, Ottawa y Toronto). Buscad en el mapa dónde está Yellowknife, echadle un ojo a sus temperaturas medias (¿¿¿¿sensación térmica de -64ºC?????) y entenderéis por qué nuestra amiga Becca (la única yellowknifeña que conozco) iba por Madrid en camiseta de tirantes en noviembre o con sandalias y una sudadera fina en pleno diciembre.
¿Quién se atreve a venir el año que viene?
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