Al volver de La Haya le dediqué una entrada entera al váter holandés, una versión del inodoro de toda la vida que tiene tantos detractores como fans (yo me cuento entre los segundos, por los motivos que ya expliqué en aquel entonces). Pues bien, hoy vengo a hablaros de otro váter que me ha impresionado profundamente: la caja.
Veréis, y pensaba que cuando te vas de acampada hay tres opciones: el camping de dominguero, con sus baños con puertas y cisterna para que te sientas como en casa; el camping rústico, que tiene una casetilla sobre un agujero en el suelo donde sentarse a pensar; y el camping salvaje, donde te toca cavar tu propio agujero cada vez que sientes la llamada de la naturaleza. Pero resulta que hay una opción más, que descubrí en mi viaje de canoe-camping. El eslabón perdido entre el camping rústico y el salvaje.
A una distancia prudente entre lo cerca que quieres tener el váter y lo lejos que quieres tener que ir en caso de necesidad esta “la caja”. Creo que el nombre no puede ser más descriptivo, aunque ya os imaginaréis que debajo hay excavado un agujero enorme del que tampoco queréis saber mucho más. Aunque estaba bastante bien escondida, desde nuestra caja se veían algunas partes de nuestro campamento, así que supongo que si sabes por dónde está desde el campamento también se ve la caja. La verdad es que resulta indudablemente más cómodo qu cavar un agujero en el suelo, e incluso que un váter a pedales, pero te obliga a plantearte una de esas preguntas donde no hay respuesta mejor que otra: ¿voy a la caja de día o de noche?
El primer día yo reuní más valor para enfrentarme a la oscuridad porque valoré mucho su mayor ventaja: no te pueden ver desde el campamento ni desde cualquier otro lado (salvo que te pongas una linterna enfocándote), mientras de día estás a la vista de tus amigos y de cualquier transeúnte del bosque. Lo que no valoré hasta que era demasiado tarde es algo que, bien mirado, puede considerarse una ventaja porque acelera el proceso: la situación es perfecta para cagarte de miedo.
Pensadlo bien: estás en mitad de un bosque, convenientemente alejado del grupo y totalmente a oscuras en un sitio donde te han dicho que escondas la comida porque hay osos. Y para colmo no puedes echar a correr porque tienes los pantalones bajados y la hostia sería importante y, en una extraña carambola, podría acabar contigo dentro del agujero de la caja. Aunque si queréis tener pesadillas, imaginad que tenéis que ir a la caja de noche y lloviendo. Lo mires como lo mires hay un momento en que te faltan manos, pero reconozco que al menos puedes darle de paraguazos al oso.
Así que al día siguiente decidí visitar la caja a plena luz. Personalmente prefiero la relativa incomodidad de que alguien pueda mirar hacia donde está la caja y verme ahí sentado al stress de no saber si viene un oso o una horda de arañas a comerme. O simplemente el miedo a que se te caiga la linterna dentro. La gran ventaja de ir con la luz del sol es que puedes disfrutar de las vistas y la naturaleza desde una silla bastante cómoda.
¿Qué habríais hecho vosotros? ¿Jugaros la vida en misión nocturna o plantarle cara a la vergüenza? (Los adolescentes no tenéis que contestar, que está claro).
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