<– Conoce a Will y sus trucos en la Parte I
Retomando la historia, estábamos en el punto en que Will el rumano nos había cambiado la bici super-chula e inservible por una mountain bike un poco tristona pero en funcionamiento, a la vez que los padres de la novia de mi cacho-carne nos decían que había una bici a nuestra disposición. Como al karma le tocaba estar de nuestro lado, justo esa semana venían unos amigos de Madrid y eso eran dos buenas noticias en el asunto bici: nos trajeron mi candado a prueba de yonkis madrileños y teníamos alquilado un coche para ir a ver a los padres de la novia de mi cacho-carne y traernos la bici.
Lo que yo no sabía era que la bici en cuestión es una pasada a estrenar como la que veis en la foto. Sí, había dicho que no quería una bicicleta de montaña porque para moverme por la ciudad son demasiado pesadas, que prefería una bicicleta híbrida o incluso una de carretera con unos neumáticos que me permitiesen meterme por un camino de tierra de vez en cuando. Pero cuando te ponen semejante pedazo de bici delante y te dicen que te la puedes quedar por la patilla no hay más que hablar. Desde aquí todo mi agradecimiento a Louis y Louise.
El caso es que tras comer como leones durante dos días (ya os contaré) montamos en el coche el portabicicletas que los padres de la novia de mi cacho-carne también habían preparado para nosotros (si es que están en todo… y tienen dos de cada cosa), atamos la bici con un par de cuerdas y emprendimos camino hacia Toronto. Como teníamos programada una parada en Ottawa, y aunque los nudos de Louis son tan fuertes que si le pides en la guardería que te ate los zapatos llegas a la universidad sin haber sacado el pie, decidimos comprar un candado para asegurarnos de que la bici llegaba a Toronto. El elegido fue un cable de acero revestido con Kevlar y plástico duro, de la marca Bell, que viene a ser de lo mejor que había en el Walmart que encontramos.
Ya de vuelta en Toronto aparé la superbici al lado de la mountain bike de Will, atadas entre sí y a los soportes de bicicletas de nuestro edificio en una telaraña de cables de seguridad y candados de bicicletas digna de Misión Imposible IV. Así estuvieron varios días, hasta que vino un amiguete y para ahorrarnos pagar viajes de Metro Subway las sacamos a pasear. Resulta que la bici de Will funcionaba mejor de lo que pensábamos, en todo el fin de semana no nos robaron ni un sillín y en general la vida molaba bastante. Así que sólo nos faltaba una llave allen (que estaba en camino desde Hon-Kong, porque por esas cosas de la globalización es más barato comprar y que te envíen algo desde las antípodas que bajar a la tienda) para ajustar la bici de Will a la altura de la novia de mi cacho-carne y podríamos ir pedaleando de un sitio a otro silbando la musiquilla de Verano Azul.
Pero algo tiene Toronto en contra de que vayamos en bici. Volvíamos con la novia de mi cacho-carne de comprarle un casco (a juego con el de mi cacho-carne, la seguridad no está reñida con la ñoñería) cuando, casco en mano, vimos que la bici no estaba. Una sesuda investigación dio por cerrado el caso cuando vimos el cable de acero recubierto con Kevlar del bueno cortadito justo debajo de donde antes había estado aparcada la bici de Will. En el mismísimo Canadá, en la puerta de casa, algún cabrón nos había robado una bici que seguramente no valía ni los $125 dólares que habíamos pagado por ella. Y mientras tiraba el candado al contenedor de reciclaje (una cosa es estar jodido porque te han robado la bici, y otra pagarlo con el planeta) recordaba la sabiduría del tío de la tienda de bicicletas de Madrid: ese candado sólo sirve si en el momento en que alguien intentaba robarte la bici tú estás sentado… tiene que ser un candado en U. Supongo que es gracias a aquel consejo que la superbici sigue con nosotros (al menos estaba la última vez que he mirado…). También os digo que la marca Bell le ponía 4 estrellas a su candado como si fuese lo mejor de lo mejor, pero ya veis que no.
Lo peor es que el disgusto se podía haber evitado si no se hubiesen concatenado una serie de pequeñas coincidencias y errores. Para empezar, las bicis debían de haber vuelto a atarse la una a la otra aprovechando la seguridad del candado bueno, como al principio. Para continuar, de haber movido las bicis ese fin de semana (estaba planeado, pero nos faltaba la llave allen) seguramente las habríamos atado juntas otra vez. O simplemente las habríamos atado en otro sitio, en vez de dejarlas varios días esperando a que alguien las viese, planease su golpe y se bajase con una cizalla. Incluso podíamos haberla vendido a unos amigos que estaban interesados, pero justo encontraron otra bici un par de días antes.
Lo mejor es pensar que esa bici, de alguna extraña manera, estaba maldita. Al final es sólo dinero, y un dinero que además ya había dado por perdido cuando me dijeron que la primera bici era talmente basura. Pero me queda el resquemos de haber pasado por Madrid (donde se inventó el pillaje) y La Haya (donde mi propia bici era robada) sin haber sufrido este trance y que haya tenido que pasar precisamente en Toronto, en la cuarta ciudad del mundo para vivir. Supongo que todos tenemos que pasar por esto alguna vez, y al fin y al cabo en los últimos cinco años he tenido cuatro bicicletas, todas han dormido en la calle, ninguna se ha roto y sólo una ha desaparecido en combate. Creo que no es mala estadística, y de todo se aprende a partir de ahora me voy a gastar siempre más en el candado que en la bici.
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