Cuando vives en un país que celebra Halloween y estás en edad de fiestas locas, es muy difícil organizar algo para tu cumpleaños si cae justo al día siguiente. Mi novia se vio en esta tesitura y, en un momento de sublime inspiración, a alguien se le ocurrió montar una fiesta tipo niños de diez años. Eso incluyó una visita al laser-tag, algo que, como buen español, mi cacho carne no había hecho nunca, pero que seguro repetirá (probablemente este mes que tiene cupones de descuento).
Para quien no lo sepa, el laser-tag es ese juego de guerra en el que cada uno lleva un chaleco con sensores y una pistola que enchufa un láser, considerándose un “tocado” cuando el chorro láser de la pistola toca uno de los sensores del chaleco de otro. Básicamente es como el paintball pero en ambiente futurista, sin peloticas que hagan daño y sin tener que tirar la ropa después por qué no hay forma de limpiar la tinta.
La verdad que la experiencia por sí sola merece la pena. Buscar por los laberintos al resto de la gente para dispararla y ganar puntos, intentando esquivar los disparos ajenos, cubriéndote las espaldas con algún amigo o con algún completo desconocido con el que llegas a una tregua momentánea.
Pero no hay que olvidar que esto estaba planteado como una fiesta infantil. Eso es porque, efectivamente, la mayor parte de los jugadores son niños pequeños. En mi caso, nuestro grupo de diecisiete veinteañeros coincidía con un grupo de dieciséis onceañeros y un cuarentón (a cargo de los dieciséis onceañeros). Durante la primera partida tuve que aprender a jugar. Eso significa descubrir cómo de lejos se puede disparar, coger práctica, afinar la puntería… todo ello mientras futuros comandos especiales de la OTAN de medio metro de altura se movían a la velocidad del rayo disparando a toda leche y matándome una y otra vez.
Pero en la segunda partida la cosa cambió. Uno de los onceañeros me preguntó si quería estar en su equipo, y gracias a nuestro departamento de espionaje descubrimos su plan para plantarnos batalla todos juntos. En seguida planificamos nuestra estrategia, nos afianzamos en un punto de la tercera planta y esperamos a que el juego comenzase. Cuando empezamos a masacrar onceañeros desde nuestras posiciones todo parecía fácil, pero de repente nos encontramos con que nos habían emboscado. Subían a toda leche, todos juntos y por dos flancos, usando a los muertos (cuando te dan tienes cinco segundos de inmunidad) como escudo. En menos de tres minutos nos habían hecho la trece-catorce y tuvimos que salir corriendo, sufriendo bajo una lluvia de láseres que venían de todas partes. Por otra parte, en una de nuestras salidas se había emboscado el cuarentañero, que actuando como francotirador y sin hacer distinciones entre veinteañeros, onceañeros o su propio hijo iba masacrando a todo el que podía.
Lo gracioso es que además hay determinadas normas. No se puede correr, saltar, pegar, arrastrarse o esconderse. Básicamente no se puede hacer nada de lo que se te ocurriría hacer si el juego fuese mínimamente real y realmente temieses por tu integridad física. Y, además, no se puede usar lenguaje ofensivo. Una leche, yo lo siento por los niños que estaban allí, pero recibieron una clase práctica de cómo jurar en falso, insultar y blasfemar en castellano antiguo.
Al final, el cuarentañero ganó de calle la segunda partida, pero yo, YO quedé tercero, por encima de mis amigos canadienses que han entrenado durante años y por delante de la próxima generación de soldados universales.
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