Durante nuestra visita al viejo continente el mes pasado (hemos repartido una semana entre Londres y Madrid) casi todo el mundo nos ha preguntado por nuestra vida con los mapaches. Esta guay porque eso demuestra que seguís las cosas que voy poniendo en Facebook, Twitter o Instagram; pero también me da la impresión de que pensáis que nos quejamos por que sí, así que voy a contaros la historia completa.
Cuando nos vinimos a vivir a Canadá a mí los mapaches me molaban un taco. Es un bicho que no tenemos en España, que parece un peluchillo, es curioso e inteligente, y lleva un antifaz puesto que le hace una cara de lo más salada. Pero ya por aquel entonces los torontonianos me decían que lo estaba entendiendo todo del revés…
Al final el amor me ha durado cuatro años. Básicamente el tiempo en que los mapaches eran una cosa que veía de vez en cuando por la calle, y alguna vez haciendo alguna monería en nuestro jardín. Me molaban como les han molado a los padres de mi cacho-carne cuando han venido a vernos y les han visto haciendo trastadas una semanita.
Pero ahora que veo mapaches todos los días y que se nos comen las plantas y todo lo que pillan, pues he cambiado de opinión.
Pero empecemos por el principio. Una de las condiciones que teníamos para nuestro nuevo hogar es que tuviese un espacio exterior (terraza, patio, jardín o como quieras llamarlo). Así es como acabamos en la casa en la que estamos, en la que tenemos los dos pisos de arriba con una buena terraza en el segundo piso. Nos caben la barbacoa, la mesa y unas cuantas plantas; y se ve la CN-Tower a lo lejos. Vamos, que mola bastante, y como además tenemos una fábrica pequeñita de cerveza a dos calles pues está muy bien para ver la vida pasar. Pero claro, a los mapaches del barrio también les parece que nuestra terraza mola mucho.
Por supuesto cuando vinimos a ver la casa el casero no dijo nada, pero al poco de llegar aquí nos encontramos en medio de la que se conoce como Primera Batalla por la Terraza de Bloomfield, en la que tuvimos que echar a un mapache que se había hecho fuerte debajo de nuestras cosas. Cuando le vimos, lo primero que hicimos fue una foto (por aquel entonces aún nos hacían más gracia que otra cosa), y luego ya salir con el palo de una escoba para asustarle.
Como lo de la escoba no funcionó echamos mano de la pistola de agua que los inquilinos anteriores habían dejado ahí, y que la verdad nos vino muy a mano. Con eso recuperamos el control de la terraza, aunque parece que el bicho llevaba viviendo ahí un tiempo y olía todo a apartamento de mapache sucio con síndrome de diógenes. Vamos, que hubo que tirar las lonas esas y aguantar la respiración durante un par de días.
En lo que no caímos ese día fue en por qué había ahí una pistola de agua (¿sería el juguete de un niño? ¿algo para refrescarse en verano?), o por qué olía como a amoniaco (¿sería una reacción de tener la pistola de plástico llena de agua tanto tiempo al sol?). Pero unas semanas después nos dimos cuenta de que estábamos echando mapaches del patio cada dos por tres, nos pusimos a buscar soluciones para mantenerlos a raya y encontramos los mismos consejos que se debieron encontrar los inquilinos anteriores: el amoniaco, junto con el picante o el pis de coyote, es uno de los remedios típicos. Y todos se pueden comprar en Amazon, incluído el pis de coyote que, dejad de preguntárnoslo, no tenemos ni idea de cómo lo consiguen.
En resumen, que lo de echar a los mapaches se convirtió rápidamente en una rutina. Pero tampoco era algo muy molesto. Con salir y disparar un poco con la pistola de «aguamoniaco» y aplicando conceptos de El Arte de la Guerra de Sun-Tzu como el de dejarles una vía de escape clara para que huyesen en vez de venir a mordernos salían por patas rápidamente. Que si se hubiesen dado cuenta de que lo que teníamos para defendernos de sus dentelladas transmisoras de la rabia era una pistola de agua y una escoba habríamos tenido un problema, pero era casi hasta divertido.
El problema es que los mapaches de Toronto también se han leído a Sun-Tzu, y en versión original para que no se pierda nada con la traducción. Mientras nosotros pensábamos que les estábamos dando cera con la pistolita, ellos estaban preparando un ataque tipo Caballo de Troya y nos colaron debajo de las tablas de madera de la terraza un comando en toda regla compuesto por una madre con tres mapachitos.
Desde ahí abajo empezaron la guerra psicológica. Lo único que hacían era gruñirnos cuando salíamos de noche, pero no os imagináis lo mucho que acojona. Un par de noches nos volvimos al salón a ver la tele directamente, por puro miedo a estar por ahí fuera. Así que hablamos con el casero, que nos dijo que sí que era un problema del barrio, que usásemos la manguera para hacerles la vida imposible y que al final se trataba de que decidiesen anidar en otro sitio.
Viendo que el casero iba a ser de poca ayuda, empezamos a buscar soluciones por Internet, y ahí es donde encontramos lo del amoniaco que, junto con la manguera, nos sirvió para desmontar el nido en la que se conoce como Segunda Batalla por la Terraza de Bloomfield, de la que también salimos victoriosos.
Pero los mapaches son vengativos, y lo de la guerra psicológica se les da muy pero que muy bien. Una vez desmontado el nido pasaron a atacar de noche, arañando la puerta como si intentasen entrar que es algo que, además de acojonar, desquicia bastante. Y empezaron también a cagar justo delante de la puerta. Y esto es lo peor, porque justo en la puerta es lo primero que ves al salir y es el sitio más complicado para limpiarlo. Y porque además la caca de mapache es tóxica. Cuando digo que se han leído a Sun-Tzu lo digo totalmente en serio.
Gracias al amoniaco y a luces potentes conseguimos cortar, o al menos reducir, esas visitas nocturnas. Ahí es cuando contraatacaron y se produjo la Tercera Batalla por la Terraza de Bloomfield. Justo un fin de semana que la cacho-novia estaba sóla en casa (qué casualidad, ¿no?). Pero tranquilos que la cacho-novia se basta y se sobra y les dió cera también.
¿Y la Cuarta Batalla por la Terraza de Bloomfield? El fin de semana siguiente que el que estaba sólo era mi cacho-carne, y justo un día antes de que instalásemos una luz estroboscópica con sensor de movimiento (debieron de ver el paquete de Amazon llegar a casa). Siempre al atardecer, en grupo (una madre con dos o tres mapachillos, aunque una noche vimos nueve a la vez) y viniendo desde el Oeste para que nos pille el sol en los ojos.
A estas alturas ya hemos dejado de contar las batallas. Por una parte nos vamos acostumbrando a que esto es lo que hay, y o nos adaptamos y lo llevamos lo mejor posible o nos vamos a quemar completamente. Seguimos echándoles cuando les vemos, pero intentamos tomárnoslo más relajadamente. Bueno, hasta que nos encontramos a uno intentado hacer un nido dentro de la barbacoa (no en la parte de cocinar, que eso sería lo más aqueroso de la historia, sino en la de parte de debajo con la bombona) o comiéndose para desayunar la escalerita de decoración que tenemos en el patio. En esos momentos seguimos cagándonos en todo lo cagable.
También ayuda que en estos meses hemos aprendido mucho sobre los mapaches. No sólo lo de que la caca es tóxica, o que, como a los gatos, les gusta cagar siempre en el mismo sitio (por eso es importante limpiarlo y dejarles claro que no es un buen sitio). También que aunque no tienen pulgares oponibles lo que sí pueden hacer con las manos es prácticamente ver en la oscuridad. O que tarde o temprano acaban resolviendo cualquier puzzle, empezando por los cubos de basura especiales que cada pocos años saca el Ayuntamieno de Toronto.
Hemos aprendido que son imparables. Les hemos visto trepar por árboles, canalones y hasta paredes, cruzar la calle usando los cables de la luz en plan ninja, enfrentarse a perros y personas… También hacen agujeros en los tejados para montar sus nidos, y se cuelan en las casas por la chimenea. Y si les echas y tapas los agujeros, vuelven y vuelven hasta volver a hacer su agujero, porque además de todo son cabezotas.
Para remate esta semana hemos encontrado este artículo sobre la problemática de los mapaches en las ciudades, con el que hemos aprendido cosas nuevas. Para empezar algo que ya nos olíamos, que es que los mapaches son un caso increíble de capacidad de adaptación, y que las ciudades son perfectas para ellos.
Lo que no sabíamos es que al parecer son tan buenos en lo suyo que cada vez que los humanos nos inventamos un nuevo obstáculo en realidad lo que conseguimos es que los mapaches se vuelvan más listos y se aprendan más trucos. Y como la selección natural se encarga de que sobrevivan los mejor preparados, cada generación es más lista. De momento ya han demostrado que los mapaches de ciudad son más listos que los de campo, porque es como si estuviesen todo el día en un campamento militar pasando pruebas de habilidad.
Y por supuesto también hemos encontrado varias formas de matar mapaches, sobre todo de granjeros estadounidenses que no se andan con tonterías. Pero como dijo Gandalf:
Many that live deserve death. And some that die deserve life. Can you give it to them? Then do not be too eager to deal out death in judgement. For even the very wise cannot see all ends (…). My heart tells me that he has some part to play yet, for good or ill, before the end; and when that comes, the pity of Bilbo may rule the fate of many – yours not least.
Así que espero que cuando vengan los jinetes del Apocalipsis a por nosotros sean los mapaches de Toronto quienes se encarguen de echar el Anillo Único a las llamas del Monte del Destino. Y en el Ayuntamiento de Toronto deben de estar seguros de que es lo que va a pasar, porque matar un mapache conlleva una multa de cinco mil dólares nada menos.
Y yo entiendo que hay que promover la protección de la naturaleza, y que si no se pusiesen serios con esto aquí habría un «día del apaleamiento» porque la gente es muy salvaje, y detrás de los mapaches irían otros tantos bichos.
Pero lo que no entiendo es que una ciudad civilizada permita que una plaga de estas características siga creciendo. Que la propia web del Ayuntamiento liste las enfermedades que transmiten los mapaches y recomiende que te pongas mascarilla para limpar las cacas y que hagas de tu casa una fortaleza, pero no se les haya ocurrido sacar ni siquiera un plan de control de la población, es algo que me supera, sobre todo cuando me asomo a la terraza y me encuentro con nueve mapaches a mi alrededor.
Así que ya sabéis tanto como nosotros de mapaches. Si venís a vernos tendréis la oportunidad de verlos y os harán muchísima gracia, pero si alguno acabáis viviendo por aquí tarde o temprano acabaréis entendiendo que los mapaches, más que peluchillos, son ratas gigantes y superinteligentes.
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