Cuando faltaba algo más de un mes para que dejase la soleada España para venirme a vivir a Canadá, mi señor tío me mando este correo electrónico con esta foto adjunta:
Es muy posible que ya hayas visto esto, pero por si acaso.
La verdad es que todavía hoy no me queda claro si me lo mandó en plan «yo no sé a qué te vas tú allí con el frío que hace» o en plan «por tu vida esto tienes que ir a verlo». En su momento parece que opté por una respuesta igual de ambigua:
Jodo, no lo había visto pero flipas.
Lo malo fue que este bonito intercambio de correos de una frase me pilló después de haber pasado una semana en Toronto, justo cuando aprovechamos para ir a ver las Cataratas del Niágara como está mandado: cogiendo el barco y calándonos hasta los huesos. Así que la foto me pareció impresionante, pero tampoco iba a salir corriendo a verlo.
Como ya dije en su momento, cuando has visto las cataratas una vez no tienes muchos motivos para volver. En lo que es en sí el agua cayendo no vas a ver mucha diferencia, el pueblo da un poco de grima (es como Las Vegas para niños de ocho años) y todo es bastante carete (empezando por aparcar). Además si estás por esa zona puedes aprovechar el tiempo mucho mejor visitando Niágara on the Lake, que es un pueblo mucho más bonito, o las bodegas donde hacen el vino de hielo.
Pero tengo que reconocer que, pese a todo, desde aquel correo electrónico de noviembre de 2011 a mí se me había quedado el gusanillo de ver las cataratas congeladas. Y el gusanillo ha ido creciendo con los inviernos aquí, porque cada vez tengo más claro que hay que aprovechar las cosas buenas que puedas sacarle a vivir a veinte grados bajo cero. Ver algo impresionante es una de esas cosas.
Cuando después de Navidad empezamos a planear una nueva visita a Búfalo (compras baratas y alitas de pollo, ya sabéis) vi mi oportunidad, así que me aseguré de incluir en el plan un pequeño rodeo para ver si las cataratas se habían congelado… y así vimos una maravilla de la naturaleza.
Vale, no estaban tan congeladas como en la foto de 1911, pero había más hielo que agua y ver las láminas de hielo caer desde lo alto es impresionante. Y no os dejéis engañar por la cantidad de agua que todavía se mueve, que tan congeladas estaban las cataratas que la misma semana que fuimos nosotros un machote se las escaló.
Reconozco que nosotros fuimos mucho menos aventureros. Nos paramos al borde de la carretera lo justo para admirar el paisaje, hacernos las fotos… y llegar a las bodegas del vino de hielo antes de que cerrasen. Que con ese frío tampoco había ganas de estar mucho rato fuera, y tampoco es que pudiésemos subirnos al barco precisamente.
Como hay quien todavía está planeando venir de visita y el Niágara es una de las cosas que hay que ver sí o sí, no me preguntéis si es mejor ver las cataratas en verano o en invierno porque son dos cosas completamente distintas. La aventura de meterse en el barco justo debajo es tan increíble como asomarse desde la carretera y ver todo esto. Así que hay que venir dos veces.
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