En un par de semanas hará un año que nos mudamos al apartamento en el que vivimos ahora. Desde entonces he hablado mucho de nuestro patio y de lo increíble que es que podamos permitirnos tamaño jardín en el centro de una ciudad como Toronto. Pero de lo que no he hablado tanto es de cómo conseguimos nuestra barbacoa, y es una parte fundamental: uno no puede tener un jardín en medio de norteamérica y no tener una barbacoa para hacer perritos y hamburguesas con Joe los domingos después del béisbol.
El problema, como siempre, es el sucio dinero: la barbacoa más simplona por aquí cuesta fácil $200. Que al final le sacas partido, pero así de sopetón duele. Por suerte el karma estiró el chollo del jardín y nos regaló una barbacoa, por la patilla y sin tener que sacarla de la basura ni nada. Ésta es su historia.
Casi al mismo tiempo que nosotros firmamos el contrato para asegurarnos el jardín, el jefe de mi cacho-carne decidió que había llegado el momento de buscar una oficina en vez de trabajar desde su casa. Y el día antes de que hiciéramos la mudanza de la oficina llamó el abuelo del jefe con buenas noticias. Buenas noticias para nosotros, que el señor lo mismo lo recuerda de otra manera: una empresa en la que había invertido ciertos dineros se había ido al garete, y como acreedor tenía derecho a ir a la fábrica a rapiñar cuanto pudiese. Así que nos mandaba a nosotros para que le recogiéramos unas cosas que quería y para ver si encontrábamos algo para nuestra nueva oficina.
Siendo dos personas en la empresa lo mismo friegas los platos que diseñas páginas de la nueva web de una buena universidad de Estados Unidos (no, no me estoy tirando el moco), así que ya sabéis quién hizo la mudanza y se fue luego a ladronear cosas de la fábrica de la empresa en quiebra.
Encontramos un par de mesas muy majas, estanterías y alguna otra tontería para la oficina. Como la empresa en cuestión se dedicaba a la fabricación de pantallas para aeronaves, también encontramos un paraíso para frikis e ingenieros: pantallas LCD, chips, componentes electrónicos de todos los tamaños entre minúsculo y microscópico… y en un rincón tres hermosas barbacoas. No sé si en el proceso de fabricación de una pantalla para un avión necesitas una barbacoa, pero lo mismo tener tres en la oficina explica lo de la bancarrota.
Aunque aún quedaban dos largos meses hasta que nos dejasen mudarnos al apartamento con patio, mi cacho-carne miraba a las barbacoas con gula y lujuria. Pero claro, una barbacoa no es algo que te puedas echar al bolsillo y ya, así que mi cacho-carne estaba dubitativo y no se atrevía a coger una. Se le debía de notar mucho el dilema, porque al rato pasó por allí otro de los acreedores, con clara experiencia en estas cosas, que le dijo «si quieres una de las barbacoas cógela, que aquí ya no las van a usar».
Ese era el empujón que necesitaba mi cacho-carne para lanzarse a llamar a la cacho-novia para pedirle permiso. Como no podía ser de otra forma, la cacho-novia le puso en su sitio con un sencillo «pero alma de cántaro, ¿dónde vamos a meter la barbacoa dos meses en nuestro apartamento si no tenemos ni un dormitorio?» (clarificación: el apartamento era un estudio, literalmente no teníamos dormitorio). Lo dijo en inglés, pero vamos, se le entendió perfectamente y era un argumento irrefutable.
Parecía que después del ronroneo y tanto pensarlo al final no iba a poder ser. Hasta que apareció de nuevo el jefe de mi caho-carne, que no contento con habernos traído hasta allí y poner la furgoneta para el transporte nos ofreció también un pedacito de su jardín para guardar la barbacoa hasta que nos dieran el apartamento. Y sin pedir permiso a su novia, el machote.
Y así es como conseguimos nuestra barbacoa, que un año después sigue dandonos alegrías culinarias a nosotros y a nuestros amiguetes. Tanto la queremos que lo que no nos gastamos en comprarla nos lo gastamos en un pijama para que no sufra mucho con la nieve y la lluvia, y en comprar una cadena bien gorda para que nadie nos la quite. Así que si venís en verano ya sabéis lo que vamos a comer.
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