Como en su día no me quejé en el trabajo de que me hiciesen irme de viaje/paliza el día del cumpleaños de mi cacho-carne, alguien pensó que tampoco iba a protestar si me jorobaban el puente de noviembre mandándonos a Helsinki. La verdad es que me quejé un para asegurarme de que no me van a robar también la Navidad, pero bien que hice la maleta y me fui para Finlandia… así que por mantenerme fiel a la verdad y conservar el trabajo reconoceré que de nuevo hemos sacado todo el partido al viaje.
No sólo eso, sino que además puedo decir que la profesionalidad va en aumento y en Helsinki me vi a mí mismo planchándome una camisa en el hotel antes de ir a hacer una entrevista. Porque, queridos amigos, ese es el último lujo en los hoteles de lujo: poder plancharte la ropa. La verdad es que no me sorprende tanto cuando otro de los lujos que se permite la gente rica es pagar para que alguien les llame por teléfono a las seis de la mañana para despertarles. ¿No será el lujo que nadie te despierte? ¿De verdad prefieres pagar y que alguien oiga tu voz pastosa de estar dormido en vez de ponerte la alarmita del móvil?
En cualquier caso, si el hotel en el que estuve en Atenas era el más lujoso en el que nunca he estado, tengo que reconocer que los hoteles Hilton me han gustado mucho, porque no llegan a tal punto de lujo pero están muy bien pensados y te ayudan a entender cómo vive la gente rica. Por ejemplo, no hay escobilla del váter. O es tan lujosa que alguien al ha robado antes que yo, que no lo descarto. El caso es que no me imagino a Paris Hilton, que para eso estos hoteles son cono su casa, bajando a recepción y diciendo “mire, es que he dejado el váter lleno de zurraspas y me gustaría limpiarlas, pero no hay escobilla.” Yo tampoco lo hice, en gran parte porque además descubrí que esa puede ser una de las utilidades de la misteriosa manguera que ponen al lado de los váteres en Finlandia y que mis amigos de El Finterrete, de Erasmus en Helsinki, ya analizaron hace un tiempo.
El otro gran lujo del hotel, aparte de unas camas realmente cómodas, es el suelo del baño. Como bien sabemos todos, las habitaciones de los hoteles suelen estar enmoquetadas porque resulta muy acogedor, y el problema es que si enmoquetas el baño no tardas en tener una plantación de hongos considerable por la humedad y el calor. Eso normalmente implica que el suelo del baño está sumamente frío, y lo que han hecho en los Hilton es meterle un sistema de calefacción por debajo. Una idea simple pero sencillamente genial.
Además, los hoteles Hilton mantienen viva la sana tradición de poner en un cajón de la mesilla la Biblia… aunque no me imagino a Paris Hilton leyéndose la Biblia. Claro, que tampoco me la imagino leyéndose las revistas de la mesita o el folleto del desayuno, por mucho que te diga que van a ponerte tarjetas de colores en la comida por si quieres un desayuno energético, Light o lleno de fibra (ojo con la fibra, que ya he dicho que no hay escobillas). La verdad es que a la hora de la verdad yo no me fijé las tarjetita de colores sino que me comí todo lo que pillé cada mañana, con especial ansia el salmón ahumado y con especial desagrado al llevarme a la boca algo que sólo puedo describir como boquerones en vinagre. Para desayunar con el café y los cereales. Pero tampoco me voy a quejar de la comida, porque como he dicho en el desayuno me ponía tibio, durante las conferencias siempre había bocatillas, fruta, cafés, refrescos y demás, en las comidas nos cuidaron bien (aunque, para futuras organizaciones, recomiendo no planificar comer sushi en un autobús en marcha) y las cenas…. ahora voy con las cenas.
La primera fue la de bienvenida, en un salón privado del hotel y con unos platos que, pasando por alto el feo detalle de no darnos comida tradicional finesa, estaban muy buenos. Pero es que la segunda noche nos llevaron a un restaurante “privado”, que sigo sin saber lo que significa pero os lo voy a describir. Para empezar, está en la azotea de un edificio en el centro de la ciudad, y para llegar tienes que coger el típico ascensor de edificio de oficinas que tiene un directorio… pero en el directorio no pone qué hay en la última planta. Cuando llegas, el ascensor se abre directamente dentro del restaurante y hay unos camareros esperándote con una copa de champán y un ropero para guardar la chaqueta. Después a nosotros nos subieron a la azotea en sí (que en invierno es cerrada y en verano abierta) desde la que puedes ver los tejados de toda la ciudad mientras cenas un menú de cocina fusión finesa-japonesa, cada plato acompañado por su vino correspondiente. Todo esto sin que haya nadie más en todo el restaurante, todo decorado con un exquisito gusto con un diseño moderno basado en el color negro, iluminado con luces tenues o velas y un servicio atento y simpático sin resultar en absoluto empalagoso o cargante. El sitio se llama Black, al parecer uno de sus dueños es la mujer de Raikonnen y es uno de los clubs más exclusivos de Finlandia. Vamos, un sitio tan pijo que se han pensando hasta el más mínimo detalle del baño, que tiene una percha para colgar la chaqueta (pero no digo un gancho en la pared, digo una percha de verdad) y, atención, papel Higiénico negro para no romper con el estilo.
Bueno, hora que ya he dejado de recrearme en el lujo en el que estuve viviendo tres días puedo contar algo sobre Helsinki. Sinceramente, es una ciudad preciosa en la que cualquiera podría vivir si no fuese por el frío tremendo que hace, al que yo me adapté bien gracias a la experiencia del invierno en Canadá, que es mucho más frío que esta parte de Finlandia. Como tantas otras veces, he visto como el mero hecho de tener el mar, ríos o canales hace que una ciudad gane muchísimos puntos en la escala de molonismo y habitabilidad. Yo aproveché desde el primer minuto para patear Helsinki, y además conté con la ayuda de un gran amigo, Álvaro, co-autor de El Finterrete, que me supo llevar a los sitios más chulos que cierran los lunes (el museo de arte contemporáneo, una iglesia que tienen hecha en la roca…), así como al estupendo mercado en el que pude comprar carne de reno y de oso (lo que posiblemente sea ilegal en muchísimos países).
También me llevó en los tranvías, donde por cierto bien puedes descubrir que el conductor es un chaval de Alcorcón, y si no hubiese sido por Álvaro nunca habría ido a Suomelinna, una islita estupenda a diez minutos de Helsinki (de hecho el barco se paga con el propio billete de autobús) que fue uno de los bastiones de la defensa de la ciudad en las guerras entre suecos y rusos. Si el periodista alemán que se vino conmigo hubiese sabido cómo hacer fotos veríais un reportaje fotográfico estupendo, pero el pobre era un negado para la tecnología digital.
Y esto es lo que dio de sí el viaje de trabajo a Helsinki, sin duda hasta la fecha el mejor organizado en el que he tenido la suerte de estar. El próximo ya tiene destino: Zeist, en Holanda.
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